Hipólito
García Medina, nació en San Pablo de Buceite a mediados de los sesenta;
terminó la carrera de Geografía e Historia en dos años,
y el doctorado “cum laude” en Antigua y Medieval por la Universidad de
La Sorbona (Francia) en seis meses.
Y
es que a los quince años descubrió una insólita cualidad intelectual
que le permitía revivir recuerdos propios, o de sus convecinos,
y explicarlos pormenorizadamente. Parecía como si entrara en éxtasis y
viajara a través del tiempo para contemplar, desde una atalaya
invisible, cualquier acontecimiento ocurrido en este mundo. Cuando
Andrés Beffa escribió su ensayo “Breve semblanza de
San Pablo”, solicitó en numerosas ocasiones la ayuda de Hipólito,
quien le facilitaba datos, nombres, fechas y sucesos acaecidos cien años
atrás, sin esfuerzo aparente alguno.
El
desarrollo de esa visión periscópica y retrospectiva alcanzó tal
intensidad, que podía describir episodios muy alejados del tiempo
y del espacio que le tocó vivir: Las más sabrosas conversaciones entre
Platón y Aristóteles, las Guerras del Peloponeso, el asesinato de
Kennedy o determinados aspectos de la turbulenta relación entre
Teodorico y Audofleda, eran fielmente relatados ante
el asombro de historiadores, investigadores y eruditos que veían cómo
pilares básicos de nuestra civilización, comenzaban a quedar en
entredicho. Incluso el Museo de Arte Faraónico de El Cairo solicitó su
ayuda para encontrar la tumba de Nefertiti.
El
culmen de su carrera como visionario llegó cuando en audiencia privada
concedida por el Papa Juan Pablo II, viajó tan atrás en el
tiempo, que logró desvelar, con todo lujo de detalle, cómo Dios, en su
infinita bondad, mezclaba agua y tierra para hacer barro.
Corría el mes de marzo de 2005 y tras aquella conversación -sub confessionis secretum in perpetuum-,
Karol Wojtyla tuvo que ser hospitalizado
por un síndrome de dificultad respiratoria. Al día siguiente, Hipólito
regresó a España, compró una finquita cerca de Benalauría y se retiró
del mundanal ruido.
Manuel Mata
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