«Yo soy un joven de buena posición, guapo, elegante, con estudios. Y ellos querían darle su dinero a alguien de su misma... esta... ya saben... de su misma cosa». No añadió clase social porque le dio vergüenza, quizás la única vez que este chico haya conocido ese sentimiento. De las palabras de Luisito se desprende con facilidad que es un jeta, y de la condena de la Audiencia Nacional se desprende que es un criminal. Lo que no es tan sencillo de ver, porque la cantidad estafada es tan grande que lo nubla todo, que Luisito no tiene en ningún momento el más mínimo reparo en hacer lo que hace. Porque Luisito cree que a él todo se le debe, incluso una suma millonaria que deje a otros en la ruina. Esa altivez, esa arrogancia, está en la esencia de todo ladrón de cualquier pelo. Robo esto porque se me debe, robo esto porque tengo derecho, robo esto porque me importa un bledo las consecuencias que tengan mis actos sobre otras personas. Robo esto porque me lo merezco.
Robo esto porque puedo.
Uno no tiene ningún problema en reconocer a todos los políticos corruptos, a los robabancos, a los salteadores de caminos y a los navajeros en general detrás del «porque puedo», pero el «porque me lo merezco» es mucho más sutil. Más duro, incluso. Porque esa actitud de Luisito no concluye en el acto criminal, sino que se extiende como una manta podrida por encima de una buena parte de nuestra sociedad y de nuestra juventud. Cachorros alumbrados al mundo, reclamando «qué hay de lo mío» antes incluso que el primer biberón y el primer cambio de pañal. En este mundo lleno de promesas, muchos toman las recompensas como deudas, en lugar de procesar que estas no existen y que aquellas se encuentran al final de un camino largo, lleno de esfuerzo y de negación personal. «Quien quiera peces que se moje el culo», decía mi abuela, pero los Luisito de este mundo creen que la trucha saltará del río hasta su boca, sin pasar por el pescador, la sartén y el cuchillo. Porque el mundo se lo debe.
Juan Gómez-Jurado
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