Foto: Tiojimeno |
Muy a pesar de su carácter testamentario, el Epitaph de Charles Mingus (1922 - 1979) es uno de esos proyectos de toda una vida. El contrabajista y compositor presentó una primera avanzadilla de su monumental obra en 1962, en una suerte de grabación abierta al público en Nueva York que fue promovida por los productores como concierto y que terminó en escándalo, con Mingus recomendando al público que reclamara en la taquilla el importe de la entrada. Se considera canónica la edición publicada en el álbum de 1990, con la orquestación de Gunther Schuller y con Wynton Marsalis y George Adams entre el personal reclutado. Pero Epitaph es una verdadera sinfonía río, a la manera mahleriana, que trasciende los límites del hard-bop para apostar la última bala a serlo todo al mismo tiempo. Tal y como recordaron ayer el pianista Pablo Mazuecos (impulsor esencial de la Clasijazz Big Band y las actividades que la formación desarrolla en Almería) primero y el director Ramón Cardo después, el monumento ha llegado a interpretarse sólo en un puñado de ocasiones en todo el mundo. Y ya por esto cabe registrar lo sucedido anoche en el Teatro Cervantes, a modo de inauguración del Festival de Jazz, como verdadero acontecimiento; pero, más allá de lo inédito del asunto, la velada regaló momentos de altura artística y de plena exultación del poder transformador de la música. A lo grande, claro. No se podía hacer de otra forma.
Respecto a la aventura emprendida por la Clasijazz Big Band a costa del Epitaph se puede argumentar según el clásico: No sabían que era imposible y lo hicieron. La orquesta amplió sus líneas desde sus 23 efectivos habituales hasta los 32, con un refuerzo en el que brillaron cómplices malagueños como los saxofonistas Ernesto Aurignac y Enrique Oliver y el vibrafonista Arturo Serra. Si bien la interpretación íntegra del Epitaph de Mingus supera las dos horas, la lectura de la Clasijazz, basada en la orquestación de Gunther Schuller, aunque llevada con acierto a su terreno, se quedó en algo menos, pero lo servido en bandeja no perdió un ápice de su arquitectura monumental. Un servidor echó de menos algo más de limpieza en algunos pasajes, por más que la resonancia funcione aquí como un caballo desbocado de imprevisibles consecuencias; pero no es cuestión de ponerse escrupuloso, ni mucho menos. Conforme avanzaba el menú, uno reforzaba su impresión de que es directamente imposible tocar el Epitaph. Que no hay manera humana de levantar esto. Y ellos, con sus caras pintadas y sus disfraces protoafricanos, como si George Clinton hubiese decidido incorporarse a la fiesta en honor al maestro, lo lograron.
A la hora de tirar de solvencia y garantía, ahí estaba un Ernesto Aurignac travestido de cebra para que el armatoste no se saliera de los raíles, seguro y preciso, libre y a la vez riguroso. Igual que un Arturo Serra que regaló algunos de los pasajes más hermosos en el trasunto cool del invento. Pero lo mejor de todo fue el equilibrio en el que Ramón Cardo fue condensando todas las fuerzas presentes: en la feroz disarmonía, trompetas y trombones gozaron de momentos de lucimiento fabuloso. El delirio fue, en fin, tremendo. Qué suerte poder decir que estuvimos.
Pablo Bujalance
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