Movido por el dichoso 400 aniversario de la muerte de Shakespeare, decidí no hace mucho darle una relectura a La invención de lo humano de Harold Bloom. Es un ejercicio recomendable. En la primera lectura uno tiene la impresión de meterse en un palacio rococó con infinitas alfombras y relojes de péndulo, y ahí vas, buscándote la vida en todo un Versalles con la esperanza de no perderte en demasiados pasillos; en la segunda, el libro de marras se parece mucho más a la casa de un amigo, un lugar reconocible y además cálido, donde siempre puedes sentarte en un sofá y mantener una conversación agradable o jugar al parchís. En esa complicidad el humor de Bloom salta más a la vista, es más evidente, menos hermético y más campechano. Disfruté, especialmente, los pasajes en los que el escritor lamenta los sucesivos chascos metidos entre pecho y espalda a cuenta de las representaciones (casi todas) de las obras del Bardo a las que el buen hombre ha asistido en su longeva existencia. La tirria que le tiene al pobre Peter Brook ronda lo maniático, pero me gusta mucho (y comparto) el respeto proverbial que profesa por John Gielgud. Sin embargo, no hay manera: ni una sola vez ha salido Bloom del teatro plenamente satisfecho cuando de Shakespeare se ha tratado. Se pregunta el crítico si no sería oportuna por parte de los profesionales del gremio en todo el mundo una renuncia a seguir representando Hamlet, Otelo, Macbeth, Como gustéis y El rey Lear, por citar algunos títulos, y dejar la puesta en escena de las obras del inglés en una lectura en voz alta del texto pelado y mondado, sin escenografías, ni más luz que la precisa ni asomo alguno de arte dramático, un tanto a la vieja manera senequista. Bloom concluye, a tenor de su experiencia, que seguramente no hay manera humana de representar a Shakespeare sin traicionar su obra, sin edulcorarla, reducirla, mutilarla o, lo que es peor, sin decir impunemente lo que el autor no quería decir. Del teatro de Shakespeare, a Bloom le gusta todo menos el hecho de que sea teatro: la lectura de las obras es una conquista del genio, una verdadera invención de lo humano, pero su traducción escénica viene ser como el añadido de gaseosa a un Vega Sicilia. Hay que tener en cuenta que Bloom es un gnóstico cabalístico para el que la palabra escrita representa un elemento sagrado, un espacio de intercesión espiritual cuya violación, claro, resulta especialmente dolorosa. Pero recuerdo una ocasión en que entrevisté al muy recordado actor argentino Alfredo Alcón antes de una función de El rey Lear y me vino a decir lo mismo: tanto, que llegó a confesarme que habría preferido salir ante el público sólo con el texto, un foco y un atril porque tenía la impresión de que la producción de la obra revestía un carácter fraudulento, no porque fuera mala (no lo era en absoluto) sino porque la sola idea de pretender representar Lear ya significa incurrir en un fraude. Hasta Samuel Beckett consideraba esta pieza directamente irrepresentable. La reivindicación de Bloom puede parecer exagerada y hasta peligrosa, pero invita a hacerse preguntas. Tenemos a un Shakespeare secuestrado por el teatro, un talento único en la historia convertido en una mala versión de sí mismo por el empeño de tantos en subirlo a escena, para colmo en miles de formatos diferentes, con performances, con clowns, con títeres, en todos los ambientes, en musicales, abreviado, expandido, ultraviolento, ultraconservador. Hay tantos shakespeares como incautos dispuestos a meterle mano. Lo que no es precisamente nuevo: recuerdo un comentario de Lampedusa acerca de una representación de Hamlet a la que asistió en Londres y en la que todos los personajes iban caracterizados como jugadores de golf. ¿Queda algo de la lucidez capaz de parir a una criatura como Falstaff en toda esta selva? Bloom parece haber dictado su sentencia. Yo confieso que casi siempre salgo de las funciones de las obras de Shakespeare con un regusto a oportunidad perdida, de empresa a medias, pero, la verdad, no lo tengo tan claro. De entrada, la manera en que Shakespeare habita la escena es un termómetro fidedigno de la calidad del teatro y de la misma sociedad que asume el reto en cada momento histórico. Así que igual sólo por esto merece la pena no desprendernos de él aún, por si acaso.
Posiblemente, lo que hace Shakespeare es revelar que otro teatro es posible. El arte dramático se sostiene en unas reglas de juego que de alguna forma podemos vincular con los universales aristotélicos. La poética teatral nos permite invocar ideas sin un correlato material directo en escena porque contamos con que el público comparte el contenido de estas ideas con una precisión, digamos, aceptable. Pero el teatro de Shakespeare se parece más a la caverna platónica, aunque con una diferencia: continuamente se nos está advirtiendo de que todo lo que sucede es en realidad la sombra, la impresión o una copia de lo que la verdad encierra. Si los habitantes de la caverna ignoraban su propia ignorancia, Shakespeare no cesa de denunciar que no sabemos nada y nos exhorta a ir más allá. Esta otra poética transpira en el papel de una manera, si se quiere, más directa o consecuente. Por más que Shakespeare distinguiera en un orden meramente profesional y pecuniario sus labores como poeta y como dramaturgo, resulta casi inevitable que una creación capaz de traspasar de un modo tan asombroso los límites de la literatura delate estos límites primero en la escritura. Pero lo que Shakespeare nos dice una vez subido a escena es que el mismo teatro, desde que a Thespis se le ocurrió por primera vez la idea de convertir el mito en personaje, es, siempre, una caverna en la que vamos a ciegas más que un cúmulo de ideas compartidas. Y el mismo poeta nos ofrece un ideal del propio teatro por el que lo más oportuno es incorporarse y asomarse al otro lado de la cueva, a ver qué narices está proyectando las sombras. El teatro de Shakespeare, que fue escrito para la escena y no para el papel, y que precisamente acude con frecuencia a elementos extratextuales para significar en la representación más que el mismo lenguaje verbal (recuérdese lo que contaba Gielgud de su convencimiento de que los personajes del bufón y de Cordelia en El rey Lear habían sido escritos para ser interpretados por el mismo actor, con un consecuente impacto emocional en el espectador que de otra manera queda irremediablemente perdido), es un teatro siempre por hacer. Un camino hacia la plenitud de un teatro que nos bastaría para reconocernos como seres humanos pero que aún no poseemos. Que compartamos la impresión de que Shakespeare todavía no late en escena como merece quiere decir que el trabajo que queda por hacer es mucho, aunque precisamente la mayor virtud reside en el camino. En un momento concreto de la Historia, agotados los presupuestos del Renacimiento y ante los enormes enigmas que se alzaban en el horizonte de una Europa descompuesta, el arte dramático parecía condenado a dar sus últimos coletazos, agotado e incapaz de servir a la causa; pero justo entonces vino Shakespeare a darle oxígeno para unos cuantos siglos más a través de una poética insustituible. Cuando tengamos la completa certeza de que Shakespeare reina absoluto, rotundo y espléndido en el escenario, habrá que inventarse otra cosa. Mientras tanto, lo mejor será seguir dando aliento a la aventura. Y suspirando, cual platónicos enamorados, por el teatro que podría ser.
Pablo Bujalance
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