miércoles, 6 de septiembre de 2017

'Spinner' o la estupidez del momento ... por Txema Martin

Este verano he hecho, si la memoria no me falla, al menos dos cosas que en algún momento de mi existencia prometí que nunca jamás haría. La primera es afrontar la presunta vulgaridad que supone no sólo cogerse vacaciones en agosto, sino además viajar durante este aparatoso mes a lugares que quizá por su reconditez me han parecido menos concurridos de lo que me temía. La segunda actividad que he emprendido contradiciendo mis propias voluntades está cómo no enlazada con la primera, y sucedió cuando en un establecimiento situado en la mitad de ningún sitio del norte de Inglaterra sucumbí a los encantos de la gran tontería de esta temporada, el 'spinner'. Pues bien, ahora me he convertido en un adicto.


Por si algún lector ha estado metido en un iglú sin electricidad ni compañía durante los últimos cinco meses, aclararé que el 'fidget spinner' o simplemente 'spinner' es un dispositivo sencillo que en su versión estándar presenta tres puntas redondas y centro cuya única virtud es girar sobre sí mismo. Es por lo tanto un cacharro que da vueltas y al que se le atribuyen propiedades terapéuticas porque, en fin, algo había que poner en el estuche, así que anuncian que reduce el estrés pero como sucede con otras promesas aquí se produce el efecto contrario: puede llegar a ponerte bastante nervioso, sobre todo cuando lo hacen los demás. La misma sinrazón encuentro en quienes ven utilidades sanadoras como los que lo consideran que el 'spinner' es la puntilla definitiva a nuestra sociedad.

Su creadora es una pobre señora de Norteamérica que no tuvo dinero ni ganas de renovar la patente de su invento y ahora se ve obligada a fingir que no le da coraje que se hayan vendido cientos de millones de artilugios en todo el mundo desde el mes de abril, cuando que el primer niño del primer instituto se hizo con uno de estos aparatos para asombro y envidia de sus compañeros. Muchas modas surgen así, por una mezcla de asombro y de envidia que es el deseo de ser el otro. Gran parte del éxito de este demoníaco juguete, que también está abarcando poco a poco el territorio de los adultos, es que cuesta unos dos euros y puede encontrarse en muchos sitios, por ejemplo en cualquier bazar regentado por ciudadanos asiáticos. Es una peonza moderna, el yoyó contemporáneo mecido en la brutalidad del 'hype' del momento, y en esta sección, enrarecidos por los rigores del verano, hemos pasado primero por no saber lo que era, después por rechazarlo por su simpleza y por su idiotez y, en último término, abrazarnos a él con nuestros dedos y comprobar cómo gira la rueda hasta someternos a un estado catatónico difícil de imitar sin inducción farmacológica. Antes del verano yo también maldije a todo el gremio escolar, acusándole de destrozar los verdaderos valores de la infancia, y ahora me encuentro aquí, dándole vueltas, babeando.

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