Presentíamos un otoño convulso a cuenta del asunto catalán, con turbulencias desazonadoras y momentos de ansiedad pero no preveíamos que la cuestión alcanzara naturaleza de montaña rusa, que es justamente lo que está ocurriendo. Cuando después de la hábil maniobra del Gobierno de aplicar el artículo 155 al mismo tiempo que se convocaba unas elecciones inmediatas y el mundo independentista andaba a pie cambiado, de la Audiencia Nacional sale una nueva inyección de vitamina y el soberanismo enfila por enésima vez la carretilla hacia una nueva pendiente. Y siempre en el horizonte aparece la sombra de un descarrilamiento.
La nonata república catalana había aceptado con una tranquilizadora sumisión las reglas de juego que llegaban desde Madrid, iban a las elecciones de diciembre medianamente desorientados tras comprobar la materialización de su arcádica ensoñación. Habían puesto un pie en el suelo. Incluso la extravagante huida belga del cada vez más extravagante Puigdemont había contribuido a tintar de opereta el más grande desafío que ha experimentado España democrática. En medio de esa atmósfera fueron a declarar los exconsellers y el exvicepresidente de la Generalitat. Su paseíllo recordó el inicio de 'Reservoir dogs'. Los atracadores de la legalidad marchaban ataviados con impecables trajes oscuros y un aire de calculada y solemne informalidad.
El atraco, como el de la película de Tarantino, resultó un desastre. Y las consecuencias también. Incluso hubo aquí un traidor, un botifler al estilo del señor Naranja, Santi Vila, que se desentendió de los demás exmiembros del Govern y a pesar del aprecio que tiene por algunos de sus compañeros de asalto decidió colaborar con las autoridades. La prisión de sus compañeros, que además contrasta con la momentánea libertad vigilada de los responsables de la mesa del Parlament, encausados por el Tribunal Supremo, rearma al independentismo, sonado tras el derechazo del 155 y ahora despertado por la campana carcelaria. Que Montesquieu es nuestra guía y la única esperanza de una sociedad digna está claro. También que de la Audiencia Nacional han salido órdenes de prisión para importantes miembros del PP. Pero a pesar de todo ello, supone uno que la ceguera de la Justicia no puede ser autismo y que un juez debe medir las consecuencias sociales de sus decisiones. Porque si no fuese así, si sólo se atendiera a la grafía del código penal, una decisión tomada al pie de la letra podría fomentar en determinados casos conflictos cuya gravedad excedería con creces aquello que se intenta reparar. Cuando no acaba de estar claro que la Audiencia Nacional sea el tribunal competente en este caso, cuando el máximo peticionario de dureza es un fiscal general reprobado por el Congreso y que además tiene demasiada debilidad por dar entrevistas y airear su trabajo más de lo que debería, una medida de esta trascendencia se convierte en eso, en alimento para el independentismo y en materia de una propaganda tan sonora como aquella del 1-O cuando gracias a la incompetencia del ministro de Interior se le facilitaron al independentismo sus mejores fotos publicitarias.
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