En esta provincia y en otros puntos del mapa, la tradición de los tosantos supone un claro ejemplo de resistencia frente a Halloween. Esto es, de identidad profunda basada en la memoria de las costumbres, frente a los hábitos y modas impuestos desde el mainstream de los grandes medios de comunicación de masas.
No tengo nada contra Halloween: también crecí contemplando, en el cine y en la televisión, las curiosas peripecias de un puñado de niños gringos que seguramente no sepan que noviembre no es febrero, vestidos de fantasmas con una calabaza iluminada y exigiendo casa por casa el binomio imposible de truco o trato. Como si los entrenaran para asistir eternamente al pulso electoral entre republicanos y demócratas, entre el fuego y las brasas, entre Guatemala y Guatepeor.
De Halloween, confieso que me gusta su algarabía infantil, su repelús de espanto, con esa risa cómplice que sirve como antídoto contra la muerte. El problema estriba es que las sociedades van perdiendo memoria histórica, antropológica o simplemente memoria. Y que los niños apenas juegan en las calles. Y que, por el Smart tv. un mercado que huela a castañas, almendras o caña dulce, no parece demasiado cool. El problema –lo estamos viendo en estos días en Cataluña—no es la convivencia sino la asimilación. ¿Seremos capaces de mantener vivos a nuestros muertos de Tosantos o serán fagocitados por esa explosión semicarnavalesca de otoño que tanto pregonan los grandes comercios, las campañas de publicidad y todas las series televisivas al uso?
Incluso se está perdiendo la costumbre de que en los teatros programen el Don Juan de Zorrilla o el de Tirso, en estas fechas: el escritor gaditano Rafael Marín ha escrito una asombrosa, exhaustiva e intrépida novela sobre el mito donjuanesco, emplazándolo al rincón exacto de la historia. ¿Qué hubiera sido de su vida si realmente hubiera vivido en aquellos tiempos convulsos? Don Juan hablaba con los muertos o con su conciencia en el último acto de la obra. Pero ya nadie cree siquiera que los muertos mueran realmente: todo es aséptico, como en esas funciones en las que los cadáveres se levantan cuando cae el telón para saludar al respetable. La gente ya no muere en sus casas: lógico, si apenas viven en ellas. Y a los niños se les endulza la realidad, en vez de que vayan conversando con ella, por amarga que sea, en los viejos velatorios que servían para que las carcajadas del chiste atenuaran el luto de un fantasma que a todos por igual nos acecha.
Mejor sería, para reconciliarnos con la rueda del tiempo, con el ubi sunt tan medieval y tan certero, que aprendiéramos de otras tradiciones que tampoco son invitadas a los dibujos animados o a los videojuegos: en las aldeas del norte de Marruecos, pervive el hábito extraño de encender una vela para que las almas en pena se orienten en la oscuridad. Y, a su lado, un cuenco de leche para que beban o una toalla para que mitiguen el sudor de lo eterno. Mi abuela también encendía –y no era marroquí aunque llevara algo parecido a un hiyab, el pañuelo mediterráneo más que musulmán—una mariposa que flotaba sobre el aceite en las noches de mi infancia, en nombre de aquellos seres queridos que le faltaban. Me asustaba ver como crecía cada año el número de lamparillas y ahora compruebo –Luis Quintero, Paloma Ramírez, tantos otros difuntos míos no tan públicos— cómo también van multiplicándose sus ausencias en mi disco duro.
El carnaval de Cádiz resistió bajo la mascarada de las Fiestas Típicas porque su código genético permanecía íntimamente impreso entre sus partidarios. Lo mismo ocurre ahora con la fiesta de los Reyes Magos, tan invadida por Papá Noel, Santa Claus o como quieran llamarle. Desde la espectacularidad de la cabalgata de Sevilla a la emocionante complicidad que despierta la de Cádiz, más allá de los eventos multitudinarios, su inocencia íntima, su gozo familiar, viene a demostrarnos que es posible la convivencia entre el arcano trimilenario y la discutible modernidad de la milennial generation: hace años, Felipe Benítez Reyes, obtuvo el premio Nadal por una novela paródica titulada “Mercado de espejismos”, uno de cuyos asuntos versaba en torno al mito de los Reyes Magos, que fueron tres o cuarenta según se atienda a los evangelios constitucionales o los apócrifos. Yo los prefiero al anuncio con que Coca Cola vistió de rojos al tradicional gordinflón de traje verde que lograba entrar por las chimeneas nórdicas cargado de regalo. Sin embargo, desde hace cincuenta años a estos días, todos esos personajes conviven en nuestro imaginario navideño, como también lo hacen, por ahora, Halloween y Tosantos, la Semana Santa playera y la de olor a incienso, etcétera, etcétera.
Quizá sea porque nuestra identidad real sea tan promiscua como pagana y que, en realidad, con esos pequeños gestos cotidianos estamos resistiendo al dogma, a la yihad, a la colonización cultural o a los decretos leyes, con la misma parsimonia que los añejos habitantes de estos predios vieron llegar a los fenicios con sus tintes del otro lado del mar, a los griegos con Ulises al frente, a la Roma a la que exportábamos emperadores y bailarinas, a los tardorromanos que se mezclaron con los vándalos que dieron nombre a Andalucía y estos a su vez con árabes, bereberes, sefarditas, gitanos o negros compravendidos en las lonjas de esclavos de Sevilla y de Cádiz. Quizá sea que hemos visto venir demasiados imperios para que ninguno nos llegue a conquistar del todo y todos hayan dejado, en cambio, un cierto rastro en nuestra piel de siglos, en nuestro ADN colectivo, en esa hermosa capacidad de resiliencia, esa palabra italiana un tanto cursi, que viene a significar que hay que vivir la vida mientras la historia transcurre.
Así que en estos días, acudiré a la plaza, oleré sus sonidos y veré sus olores. Pero ello no me impedirá que cuando una niña llame a la puerta disfrazada de bruja, gangoseando truco o trato en el idioma de la inocencia, yo le diga: truco y trato, con un puñado de caramelos.
Juan José Tellez
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