domingo, 17 de diciembre de 2017

El hueco de las ausencias ... por Pablo Bujalance

Entonces uno cae en la cuenta de que quienes ya no están siguen definiendo la ciudad, dando sentido a sus rincones, perseverando en las esquinas, ocupando un espacio material y urbano.
Este año que termina he perdido a varios amigos. Comprenderán que por eso este 2017 se me haya hecho un poco cuesta arriba. Hablo de gente de edad diversa, aunque para casi todos la muerte llegó demasiado pronto, si es que acaso criterios como pronto y tarde pueden aplicarse aquí con mesura. Mantuve con ellos distintos grados de afecto y proximidad. Con algunos la relación se enfrió hace años, en otros casos el calor se mantuvo intacto, aunque nos viéramos de tarde en tarde. Pero a todos los guardé, y los guardo, en ese cauce que conduce de la memoria al corazón, allí donde habitan cada una de las personas que dejaron algo de sí en nosotros. Unos sucumbieron a la enfermedad, otros sufrieron inesperados accidentes, otros perdieron la vida a cuenta del maldito estrés y la negrura que, antes de que puedas reparar en ella, te ha carcomido entero. Cuando sabes de la muerte de un ser querido se te amontonan multitud de emociones, los recuerdos, cierta inevitable e irracional sensación de culpabilidad por seguir vivo, la urgencia de querer hacer algo cuando ya no se puede hacer nada. Pero este año, además, dada la coincidencia de pérdidas, he hecho cierto descubrimiento. En lo que a material humano se refiere, la identidad de una ciudad queda siempre afirmada en las presencias de quienes la habitan: los niños que van al colegio cada mañana, el quiosquero que nos vende el periódico, la cajera del supermercado que nos cobra la compra del día, el camarero que nos sirve el desayuno, el guardia que dirige el tráfico cuando fallan los semáforos, el músico callejero que ameniza las tardes de ocio en el centro, el párroco que dice misa a las siete, el artista que inaugura una exposición. La actividad, ya se sabe, corresponde a los vivos; y es en el hacer cosas donde una ciudad queda retratada, diagnosticada, tomada en pulso, requerida. Pues bien, mi descubrimiento, si es que lo puedo llamar así, quizá se trate tan sólo de un torpe caer en la cuenta (por no decir del guindo) por mi parte, es que las ausencias forjan la esencia de las ciudades con igual determinación. Esta ausencia no es un hueco vacío, sino un espacio en alguna medida ocupado, aunque sigamos considerándolo un hueco: en todo caso, habría que referirse a la ausencia, cuando es tal (la evocación de quienes ya no están, la consecuencia posterior a la presencia), como a un elemento significativo en nuestro vínculo con la ciudad que habitamos. Que conste que no hablo de memoria, ni de sentimientos, ni del pesar que cada uno lleva como puede por culpa de la dichosa pérdida: hablo de enclaves urbanos, de sitios materiales, de lugares concretos, de la acera que pisamos, de la esquina que cruzamos. Hablo de los portales, de los buzones, de los contenedores. De todos los elementos sometidos a la gobernanza municipal y a la estricta fiscalidad. Hablo del ámbito público, del espectro cívico, de la extensión común sostenida para el bienestar de los ciudadanos. Nuestra percepción e interpretación de la ciudad pasan por las presencias presentes, pero también por las ausencias. Es en esa relación con el hueco como quienes estuvieron siguen estando. Porque sin la ausencia, la asimilación del espacio que habitamos sería otra muy distinta. O, muy probablemente, no sería.

Hablo de la barra del bar en la que nos tomamos algún café. Del banco del Jardín de los Monos en el que nos sentamos una vez a hacer tiempo, del cajero automático en el que obligué a esperar a quien venía conmigo porque un servidor andaba sin blanca. Hablo de aquel ensayo en un teatro al que pude asistir para escribir una crónica, del lado de la calle por el que preferíamos caminar para aprovechar el sol o la sombra, en virtud de la estación que nos acogiera. Hablo de aquel parking en el que no había manera de encontrar plaza a partir de tal hora, de las palomas que veíamos acudir en bandadas porque una vecina se empeñaba en seguir soltando alpiste, de lo mal que olía el río, de aquel rumano que venía a dar el tostón con el acordeón cada vez que nos veíamos en aquella plaza. Hablo de los botellones que hacíamos y que dejamos de hacer, de las calles cortadas por las procesiones, de lo mucho que cambió Teatinos, de las tiendas a las que acudíamos para comprar según qué cosas (o para quedarnos mirando sin más). Hablo de aquellos sitios a los que fuimos y que ya no están, y de aquellos otros que seguirán estando cuando yo también me haya ido. Hasta entonces, volveré a estos sitios y a estos paisajes por gusto o por obligación, y todos estos lugares significarán lo que signifiquen a tenor tanto de quienes encuentre en ellos como de aquellos a los que ya no encontraré. Las ausencias forman parte también de la dinámica. El hueco no es menos corazón urbano que las calles llenas. Y hace menos frío. Maldita sea.

Pablo Bujalance

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