Ya hay quienes “dictan” qué clase de historias y de personajes se deben crear. Esas iniciativas “aleccionadoras” son idénticas a las de los censores franquistas.
i ven hoy los episodios de la pionera serie de televisión Alfred Hitchcock Presents, de los años cincuenta (y se lo recomiendo: los hay en DVD y cuanto está avalado por Hitchcock merece la pena), comprobarán que en aquellas historietas en las que el mal triunfaba o un asesino engañaba a la policía, el irónico presentador salía a la conclusión del capítulo para advertir en tono burlesco: “No crean que Fulano o Mengana se salieron con la suya: cometieron tal o cual error y fueron descubiertos”. Este colofón, tan humorístico que nadie le daba crédito, venía impuesto por la cadena, los patrocinadores, tal vez el productor y sin duda las estrictas reglas del Código Hays, que controlaron los contenidos del cine americano desde los años treinta hasta 1966. Este Código, establecido por uno de los mayores reaccionarios y puritanos de la historia de su país, Will Hays, fue el responsable de que los matrimonios de las películas durmieran en camas separadas, así que imagínense el resto de sus prescripciones. En España, los censores eclesiásticos franquistas ejercieron, aumentada, la misma misión “edificante”. Prohibían a su gusto, tapaban escotes, cortaban escenas enteras y los besos, cambiaban los diálogos en el doblaje (recuérdese el archicélebre caso de Mogambo: para que no hubiera adulterio, convirtieron en hermanos a una pareja de casados, logrando así que el hermano tuviera un comportamiento raro respecto a su hermana, y haciendo sospechar al incauto espectador español que allí había incesto); condenaban las conductas de los personajes y los finales sin moraleja. Es decir, según su criterio, el arte debía servir a la moral, su moral: los descarriados tenían que acabar mal, los divorciados en la ruina o deshechos o arrepentidos, los adúlteros castigados, lo mismo que los criminales. Las historias habían de mostrar los peligros del pecado y sus nulos réditos, nadie debía quedar impune. Y, si así no sucedía, se prohibía, cortaba o alteraba el relato.
Como todos sabemos, las obras clásicas están desamparadas, y cualquier idiota puede convertir Macbeth, el Quijote o Edipo en una patochada para su lucimiento, bajo el pretexto de las “relecturas” o las adaptaciones “creativas”
Casi nadie está enterado de que en nuestro país la censura es anticonstitucional desde hace cuarenta años, y lo mismo ocurre en otros países europeos (no en todos, ni desde luego en los mojigatos Estados Unidos). Así, es especialmente alarmante lo sucedido con esa representación de la Carmen de Bizet (y de Mérimée por tanto) en Florencia. Como todos sabemos, las obras clásicas están desamparadas, y cualquier idiota puede convertir Macbeth, el Quijote o Edipo en una patochada para su lucimiento, bajo el pretexto de las “relecturas” o las adaptaciones “creativas”. Pero la alteración de esa Carmen tiene otro sesgo y va más allá de las ocurrencias de directores de escena o “versionadores”. Recordarán que los de Florencia decidieron cambiar el final de la obra, que termina con el asesinato de Carmen a manos del despechado Don José. Esos memos italianos adujeron que el público no debía “aplaudir un feminicidio”. (Hay que ser primitivo para creer que lo que aplauden los espectadores de una ópera es la historia, y no a los cantantes y a la orquesta.) Como eso les parecía intolerable, hicieron que fuera Carmen la que le pegara a Don José unos tiros (se los tenía merecidos por celoso y posesivo), para que así el público, con la conciencia tranquila, aplaudiera un “varonicidio”, supongo que en legítima defensa.
Cualquier espectador o lector semiinteligente sabe que eso ya no es la Carmen de Bizet ni la de Mérimée, como no sería el Quijote una versión en la que éste no se retirara y muriese, ni Madame Bovary una en la que ella no tomara veneno, ni Hamlet una representación en la que Ofelia no se suicidase y acabara reinando, por ejemplo. Serán variaciones caprichosas y sandias, pero mantener los nombres de Cervantes, Flaubert y Shakespeare en tales tergiversaciones es sencillamente una estafa. Hace ya muchos años que se empezó a alterar los cuentos infantiles clásicos para que los niños no pasaran miedo y además recibieran relatos “ejemplares”. Era sólo cuestión de tiempo que se intervinieran las obras para adultos y a éstos se los tratara como a menores. Ya hay quienes “dictan” qué clase de historias y de personajes deben crear los guionistas y escritores. Cuantos toman esas iniciativas “aleccionadoras” son idénticos a Will Hays y a los censores franquistas; como Clare Gannaway, responsable de la Manchester Art Gallery, se asemejó a los vándalos del Daesh que destrozaron arte en Palmira, cuando decidió retirar un empalagoso cuadro prerrafaelita con ninfas; por mucho que luego alegara que la retirada era en sí “un acto artístico” (también las hogueras de libros, según eso). (Y tenemos que ver cómo se quiere prohibir de nuevo, como cuando se publicó en 1958, la Lolita de Nabokov.) Da lo mismo cuáles sean ahora los motivos (siempre son “los buenos” para quienes ejercen la censura). Se trata, en todos los casos, de manipular el arte, de condenar su complejidad y sus ambigüedades, de coartar la libertad de expresión y de creación, de imponer historias simplonas, “edificantes” y con moraleja. Lo que también hicieron los nazis y los soviéticos: quemar o prohibir lo que no les gustaba, y convertir las manifestaciones artísticas en mera y burda propaganda de sus consignas y sus dogmas.
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