Les parecerá un recurso literario pero la primera idea que tuve de lo que, en realidad, significaba parque temático fue cuando acudí al estreno, fíjense la paradoja, de la película Parque Jurásico, en el desaparecido cine Astoria. Recuerdo el periplo de los invitados a aquel recorrido en unos frágiles coches-trenecito que descarrilaron estrepitosamente en cuanto se produjo el primer fallo en el Centro Tecnológico de aquella isla imaginaria frente del Pacífico costarricense. Todo parecía estar controlado para que los protagonistas –por cierto, y entre otros, un par de repelentes niños Vicente dignos del aperitivo de un T.Rex- observaran a nuestros ancestros clonados por un científico obsesivo –Richard Attenborough- que deseaba repetir Cuando los dinosaurios dominaban la tierra, otro filme menos temático y más fantástico con una Vicky Vetri a pedir de boca, pero que todo le salió rana, pero rana en forma de dinosaurio belicoso. Ya les digo, tuve mi primer acercamiento al concepto de parque temático gracias al genial, y maldito, Steven Spielberg, y a través de una serie de situaciones límite que aún hoy, al recordarlas, me causan desasosiego, por ejemplo, la extenuante jungla, repleta de trampas, que me retrotrajo a la que habitaba Tarzán en Papúa-Guinea o la estrategia caníbal de aquellos depredadores mucho más sutiles que Hannibal Lecter, o por último, el frenesí circense de un T. Rex a lo Pinito del Oro en la coda final de un filme no por espectacular menos simbólico.
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Las ciudades como parques jurásicos: ciudades turísticas versus ciudades culturales, por Alfredo Taján
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