De entrada, los políticos llegaron a la conclusión corporativista de que tenían que estar bien pagados para atraer al servicio público a los mejores, con la mala suerte de que los mejores se quedaron donde estaban y que los sueldos y privilegios que la clase política se adjudicó a sí misma acabaron sirviendo de reclamo irresistible para una tropa variopinta de incompetentes y de espabilados...
Pero no nos rebajemos a hablar de dinero, como unos vulgares magnates, y centrémonos en otra de las respuestas posibles: lo que ha fallado son tal vez los mecanismos de control no ya sobre las fechorías lucrativas de los gobernantes, sino sobre sus delirios cotidianos, que también se las traen.
Un alcalde, pongamos por caso, decide una rotonda en cuyo centro luzca la escultura de bronce de un aguador con borriquillo o bien un chirimbolo conceptual que homenajee a la Constitución. Como ocurrencia es respetable, pero, en una democracia madura, se activaría el mecanismo de control sobre el delirio institucional, gestionado por un organismo ex profeso, que llamaría a capítulo al alcalde fantasioso y que, con el apoyo de un profesional de la psicología, le haría entender que ni la rotonda ni la escultura son elementos sociales de primera necesidad.
Y lo mismo si un regidor decide construir una Ciudad de la Justicia, una plaza de toros cubierta, un museo etnográfico, una piscina, un aeropuerto en medio de la nada o un monolito con la imagen de la patrona.
Eso es tal vez lo que necesitamos. Ese organismo. Con el inconveniente de que habría que crear otro para controlar ese organismo de control. Pero seamos positivos.
Felipe Benitez Reyes
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