lunes, 15 de agosto de 2016

Stranger Things ... por Juan Gómez Jurado

Si hace un par de semanas, hablando de los peligros de la nostalgia, recordaba cómo es peligroso dejarse llevar por ella y creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, hoy voy a hablarles de que no siempre es tan malo caer en las trampas de la memoria. Esta semana me dejé atrapar por una nueva miniserie de Netflix llamada 'Stranger Things', que narra las peripecias de un grupo de chavales en un pueblo de Estados Unidos, en busca de un amigo desaparecido. La serie es una auténtica gozada de contemplar, aunque la historia no sea nada que no hayamos visto mil veces, pero la sonrisa no te desaparece de la cara. Bicicletas huyendo de los malvados agentes del gobierno, conspiraciones misteriosas, monstruos de pesadilla, la amistad por encima de todo. Todo ello aderezado con los grandes éxitos de los ochenta, a golpe de The Clash y The Smiths. La serie ha logrado unas cotas de audiencia y de elogio de la crítica enormes, aunque quizás está sobrevalorada y haya que acercarse a ella con algo de cautela.

Como les digo, no es una obra maestra del séptimo arte, pero a mí me ha resultado mágica e imprescindible precisamente porque he encontrado en ella una poderosa -y refrescante, en estos tiempos tan intensos de madmenes y breikinbaces- autoconciencia de producto de diversión y de homenaje sin complejos a sus fuentes primarias, a esos productos culturales que reflejaban esos tiempos que vivimos los que nacimos en los años setenta.

Si Steven Spielberg y Stephen King hubiesen tenido un hijo que hubiese vivido el verano de 1983 en el pueblo de Hawkins, la que relata 'Stranger Things' hubiese sido la infancia que hubiese vivido. Una infancia desatendida en la que los niños jugaban solos en la calle, en la que regresaban a casa a altas horas de la noche y en la que, por supuesto, eran secuestrados por monstruos malignos y sufrían toda clase de percances porque sus padres no les hacían el más mínimo caso.


Contemplando la serie me sentí como si de repente volviese a tener once años. Solo que, afortunadamente, la serie es tremendamente tramposa. No hay en 'Stranger Things' rastro del machismo, de la ñoñería, de la indigencia cultural de las que les hablaba la semana pasada. Los niños de Hawkins son 'ricos' a su manera, patean culos de monstruos, no tienen miedo, y la niña que sale en el cartel es el personaje más rico, complejo y fuerte de la historia, no una damisela en peligro. Este revisionismo cool de los ochenta -pasado por el filtro de tiempos menos ingenuos- es todo un viaje a los lugares felices de la memoria, a las croquetas de nuestra madre, a esa arcadia feliz en la que no había pokémones ni Internet pero teníamos las rodillas cubiertas de sangre por no llevar las rodilleras que aún no sabíamos que necesitábamos.
Juan Gómez Jurado

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