Como les digo, no es una obra maestra del séptimo arte, pero a mí me ha resultado mágica e imprescindible precisamente porque he encontrado en ella una poderosa -y refrescante, en estos tiempos tan intensos de madmenes y breikinbaces- autoconciencia de producto de diversión y de homenaje sin complejos a sus fuentes primarias, a esos productos culturales que reflejaban esos tiempos que vivimos los que nacimos en los años setenta.
Si Steven Spielberg y Stephen King hubiesen tenido un hijo que hubiese vivido el verano de 1983 en el pueblo de Hawkins, la que relata 'Stranger Things' hubiese sido la infancia que hubiese vivido. Una infancia desatendida en la que los niños jugaban solos en la calle, en la que regresaban a casa a altas horas de la noche y en la que, por supuesto, eran secuestrados por monstruos malignos y sufrían toda clase de percances porque sus padres no les hacían el más mínimo caso.
Contemplando la serie me sentí como si de repente volviese a tener once años. Solo que, afortunadamente, la serie es tremendamente tramposa. No hay en 'Stranger Things' rastro del machismo, de la ñoñería, de la indigencia cultural de las que les hablaba la semana pasada. Los niños de Hawkins son 'ricos' a su manera, patean culos de monstruos, no tienen miedo, y la niña que sale en el cartel es el personaje más rico, complejo y fuerte de la historia, no una damisela en peligro. Este revisionismo cool de los ochenta -pasado por el filtro de tiempos menos ingenuos- es todo un viaje a los lugares felices de la memoria, a las croquetas de nuestra madre, a esa arcadia feliz en la que no había pokémones ni Internet pero teníamos las rodillas cubiertas de sangre por no llevar las rodilleras que aún no sabíamos que necesitábamos.
Juan Gómez Jurado
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