martes, 11 de octubre de 2016

La modernidad en el otro hemisferio ... por Pablo Bujalance

El Museo Picasso inauguró ayer la exposición temporal dedicada al uruguayo Joaquín Torres-García, una mirada al siglo XX desde una brújula reveladora
Que el artista y profesor uruguayo Joaquín Torres-García (1874 - 1949) sea una figura de escaso reconocimiento fuera de América Latina a estas alturas, muy a pesar de la influencia ejercida en sus contemporáneos y herederos (también en EEUU, incluidos Basquiat y Louise Bourgeois), se debe, en gran medida, a su condición de hombre aparte, de creador en perpetua migración no sólo entre territorios, también entre registros estéticos.
Y ya se sabe que todo lo que se resiste a la etiqueta fácil termina rezagándose en la a menudo absurda carrera que impone la posteridad. No en vano, el MoMA comenzó a adquirir la obra de Torres-García en 1942, en vida aún del artista; sin embargo, el Museo de Arte Moderno neoyorquino no se animó a producir una exposición con estos fondos hasta el año pasado. Lo hizo a través de la muestra titulada Un moderno en la Arcadia, que recogía abundantes muestras de prácticamente toda la producción en muy diversos formatos de un creador realmente único, harto interesante por cuanto ofrecía una perspectiva bien distinta a la acostumbrada para el estudio de las vanguardias del pasado siglo y que despejaba con solturas incógnitas presuntamente irresolubles respecto a los límites expresivos del arte. Gracias al acuerdo del MoMA con la Fundación Telefónica y el Museo Picasso Málaga, Un moderno en la Arcadia cruzó el charco para visitar España tras su puesta de largo en Manhattan: lo hizo primero en la institución madrileña, con gran resonancia, y ayer se inauguró en el Palacio de Buenavista, donde podrá verse hasta el 5 de febrero.

En parte, tal y como explicó el comisario de la muestra, Luis Pérez-Oramas (a su vez comisario de Arte Latinoamericano del MoMA), que el primer templo de la modernidad en el mundo se resistiese a exhibir como merecía la obra de Torres-García a pesar de conservarla en sus almacenes responde a lo sesgado de la historiografía del último siglo: "Se acepta de manera general la influencia del mural político mexicano en el arte estadounidense desde los años 30; pero, a la hora de hacer más extensiva esta huella al resto de América Latina, ha habido muchas reservas que ahora, afortunadamente, empiezan a ceder". Y precisamente esta ampliación del ojo, esta mirada a un momento decisivo en la historia del arte desde el otro hemisferio, es lo que ofrece en Málaga Un moderno en la Arcadia, un conjunto de 170 obras a modo de retrospectiva con ambición integral que se distribuye en correspondencia con la propia biografía de Joaquín Torres-García. Este trazado vital, que conste, es tanto cronológico como geográfico; en la presentación de la muestra celebrada ayer, Pérez-Oramas insistía en la condición migrante del artista como experiencia sedimentada en su obra mediante lo que el mismo Torres-García vino a llamar universalismo constructivo. Desde la reivindicación de la libertad del artista (más aún, en su virtud nómada), subyace en la exposición una crítica a la propia historiografía del arte del siglo XX por cuanto su empeño en catalogar las diversas manifestaciones en apartados a menudo antagónicos ha privado a los artistas y a su público de una visión más amplia, sustentada en lo verdaderamente importante. Se trata, sí, de volver a mirar desde el Cono Sur. Y advertir que lo aprendido entonces hace, tal vez, más honor a la verdad.

Nacido en Montevideo, Torres-García se trasladó en su adolescencia a Barcelona y allí se formó como artista. Destacó primero como novocentista y a partir de 1918, tras colaborar con Gaudí, asumió las vanguardias ("Transitó desde el novocentismo primero hasta el modernismo y después hasta la modernidad", tal y como apuntó ayer Pérez-Oramas) si bien desde 1912 venía trabajando en su obra más representativa de este periodo: el conjunto de pinturas al fresco del Saló Sant Jordi del Palau de la Generalitat de Cataluña. Torres-García conoció en Barcelona a Picasso y ambos mantuvieron un contacto no muy cercano pero sí sostenido a través de la correspondencia (de la que se presenta una suculenta muestra en las vitrinas de la exposición). Precisamente, esta aproximación permite establecer vínculos entre Picasso y Torres-García como transformadores esenciales no sólo de la tradición, sino de la misma vanguardia, pero la diferencia viene de la mano de una inscripción que el uruguayo dejó en uno de los frescos del Saló Sant Jordi (prestado al Museo Picasso por la Generalitat) que reproduce una cita de Goethe: "Lo temporal no es más que símbolo". Esta inserción, que causó una pequeña no polémica en la Barcelona de aquel tiempo por cuanto venía a decir que el tiempo es una construcción humana, y no al revés, confirma, según Pérez-Oramas, "que si Picasso era el creador proteico que no cesaba de inventar, modelando a su antojo tradición y vanguardia, Torres-García demostraba que la modernidad está en el tiempo y no lo concluye. Hablamos de dos formas de modernidad no excluyentes, pero lo cierto es que desde Torres-García la modernidad tuvo que asumir su particular interpretación del tiempo para considerarse tal".

Ante la tensión política que había dejado tras de sí la Primera Guerra Mundial en Europa, Torres-García abandonó Barcelona en 1920 y, tras barajar varios destinos, decidió instalarse en Nueva York. Como correspondía, el artista sucumbió a los encantos de la Gran Manzana y pasó a considerarse a sí mismo un creador norteamericano ("Olvidad Europa", llegó a decir a sus compañeros de viaje), enamorado de Broadway y de la publicidad y hasta metido a empresario en la venta de juguetes que él mismo construía (y de los que Un moderno en la Arcadia exhibe otra notable selección). Afirma Pérez-Oramas que no hay más remedio que admitir el fracaso de Torres-García al respecto, pero, más aún, fue el hastío que dejó en su ánimo el fervor capitalista el que le empujó a volver a Europa. Lo hizo ya en 1922: se instaló junto a su familia en diversas localidades de Italia y Francia hasta que en 1926 se asentó en un París entregado sin reservas, según el comisario, "a la batalla entre la razón abstracta y el delirio surrealista". Entre ambos frentes, Torres-García siguió la intuición que excitaba en él la propia densidad de la materia para resolver el duelo a su modo mediante la construcción: en palabras del comisario, "Torres-García no ve ningún tipo de superioridad ética ni estética en la abstracción ni en la figuración. Todo depende, en última instancia, de la libertad del artista. Él propone una constante distinta, la del símbolo, un elemento que, por cuanto no permite una asimilación directa, guarda una entidad semántica universal. Y el símbolo, como el tiempo, se construye. Lo universal se construye en el símbolo, en el que todos podemos encontrarnos; y si no lo construimos, lo perdemos". Por eso, en las construcciones del periodo parisino abundan los relojes como argumentos visibles de esos símbolos; del mismo modo, Torres-García dio a sus construcciones una pátina de tiempo para que los efectos del mismo se percibiesen especialmente en la materia: "El tiempo es en el artista una respuesta estética y política: opone el símbolo como punto de encuentro transfronterizo a la sangre de su siglo".


Pero tampoco en París estaban todas las respuestas: Torres-García regresó en 1934 a su Montevideo natal, donde abrió su taller con pedagógica determinación y donde incorporó signos precolombinos a su simbología artística. La Arcadia pedía una brújula distinta: la meta estaba en otra parte. 

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