La estatua, nada más ser colocada, empezó a recibir el impacto de huevos y cada día amanece floreada con pintadas varias, tomatazos, más huevos y todo aquello que los viandantes indignados consideran oportuno lanzar contra el emblema del sanguinario dictador. Se trata de un escarnio póstumo. Ya que no hubo ocasión de colgarlo por los pies del andamiaje de una gasolinera como hicieron con Mussolini y Chiara Petacci después de matarlos, aquí, auspiciados por una institución democrática, nos conformamos con decapitar una estatua y lanzarle huevos y hortalizas. El Ayuntamiento barcelonés ha manifestado que no va a organizar una vigilancia especial alrededor de la estatua. Eso sería limitar las ansias de revancha de la población indignada. De esa gente que sigue empeñada no en recordar la Historia sino en no despegarse de ella. En ir y venir por sus ramas para volver a enroscarse en su tronco y tratar se sacar savia, por muy podrida que esté, de su corteza.
Una de las cuestiones claves de este asunto está en el título de la exposición. Impunidad. El golpe de Mola, Sanjurjo y Franco, la subversión de un Estado de derecho, la infamante crueldad que el último del trío sostuvo no sólo en la guerra sino décadas después de que esta concluyera, su miserable e incesante afán de venganza, su absoluta mediocridad de miras, quedaron impunes. Y desgraciadamente va a ser así para siempre. Esa es la Historia, ese es el pasado y no lo va a cambiar el hecho de desahogarse lanzándole huevos a un pedazo de bronce. Si acaso servirá para quienes desde las instituciones y el poder político, rehuyendo el presente, inventan subterfugios y convierten -por interés o ignorancia- la Historia en leyenda o en una absurda reliquia a la que adorar o repudiar, ya sea para hablar de la II República como de una arcadia y no como de una ocasión perdida de regeneración, ya sea para apalear a unos guardias civiles y a sus mujeres o para reivindicar como obra sublime el mediocre edificio que un día albergó una pensión.
Antonio Soler
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