El fútbol aporta un ejemplo muy fácil de comprender. El público aplaude a su entrenador, a sus jugadores, y celebra sus goles. También pita a los contrarios, pero no con la misma intensidad. La única excepción a esta norma no tiene que ver con el odio, sino con el amor. Cuando un jugador que ha sido muy bueno, muy querido mientras jugaba en el propio equipo, ficha por el enemigo, se le abuchea sin piedad cada vez que toca el balón, porque los corazones se parten al verle jugar con otra camiseta. Es fácil perdonar a aquellos que nunca nos han importado gran cosa, y que la mayoría de las personas que conocemos pertenezca a esa categoría, facilita mucho la tarea de vivir.
He experimentado una variante compleja de ese fenómeno en varias ocasiones, la más reciente al saber que el escritor a quien más admiro en mi propia lengua, factor que eleva la admiración al cuadrado, ha declarado que Podemos representa la principal amenaza para la libertad y la independencia de los periodistas españoles desde la Transición, con la única posible excepción de ETA. No es la primera vez que las opiniones de un sabio me parecen simples ocurrencias. Otras veces, algunas ideas de Vargas Llosa han estallado ya, como certeros misiles teledirigidos, sobre el amoroso, indestructible puente que me vinculará con sus libros mientras viva, pero en esta ocasión, la brutal rotundidad de sus palabras me ha sumido en un desconcierto del que no sé si llegaré a recuperarme. Leyendo a Vargas Llosa aprendí que en mi oficio las dudas son más valiosas que las certezas, y que la literatura tiene mucho más que ver con las preguntas difíciles que con las respuestas fáciles. Y si dudo, si hago y me hago preguntas incómodas, es porque esa lección es de las que no se olvidan.
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