Me cuenta mi amigo Manuel Soutiño, atento observador de lo cotidiano,
que en Vigo vivía hasta hace poco un curioso personaje. El hombre,
delgado, calvo y harapiento, se colocaba en una concurrida y céntrica
esquina y apoyaba las manos contra la pared, empujando con todas sus
fuerzas durante horas. Los transeúntes se quedaban asombrados al verle,
pero se asombraban más al preguntarle qué hacía. «Estoy haciendo girar
el mundo», respondía el empujador. Muchos jóvenes que volvían de fiesta
se unían al hombre en su empeño durante un rato, para aliviarle un poco
tan titánico esfuerzo. La pregunta clave, por supuesto, era por qué se
empeñaba en hacer girar el mundo. El hombre respondía: «Porque si dejo
de empujar nos caemos todos al espacio. Por la fuerza centrífuga,
hombre». Y te miraba con estupor, como si fueras un ignorante. Meneaba
la cabeza y empujaba más fuerte aún.
A mí este señor me recuerda un poco a otro gallego, nacido en
Santiago de Compostela pero que todo el mundo cree que es de Pontevedra.
Estaba ayer el bueno de nuestro presidente en Bruselas contestando
preguntas de los periodistas, hasta que uno -de la BBC, el pobre- tuvo
la desfachatez de preguntarle en inglés. Don Mariano, que es bonachón y
de paciencia comprobada casi siempre, no tuvo en esta ocasión hechuras.
Con un «Sí, bueno, hombre, no estamos aquí para.» y un «siguiente
pregunta» despachó al descarado. Ni un «is very difficult todo esto» le
dedicó.
Más allá de la anécdota, el desconocimiento de un idioma como el
inglés tendría que ser anatema en cualquier persona en un cargo de
responsabilidad. ¿Cómo es posible que cualquier camarero de Portugal
hable un inglés fluido, que cualquier escolar de Dinamarca lea el inglés
con la misma soltura que su lengua materna? La respuesta la encontramos
en la transmisión de la cultura. En estos países su televisión emite
todas las películas en su idioma original, con subtítulos. Los niños
crecen aprendiendo a leer si quieren saber qué demonios dicen Peppa Pigg
o Mickey Mouse.
El resultado, un pueblo mucho más preparado que el nuestro para
conectar con otros pueblos. Para comprender, para leer, para asimilar y
para pensar de otra forma. Porque la lengua, el idioma, es un molde para
el pensamiento, y nada mejor para expandir este que el ser capaz de
cambiar aquel. Hay un motivo por el que el franquismo apostó tan
fuertemente por el aislamiento cultural e idiomático. Teníamos muchos
para cambiarlo, y hoy tenemos uno más: para no hacer el ridículo. O al
menos para no creer, empujando nuestra esquina del mundo, que este gira
según nuestros designios y apetencias, como aquel hombrecillo vigués del
primer párrafo, sobre cuyos hombros reposaba nuestra salvación.
Juan Gómez-Jurado.
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