El TBO cumple 100 años.
Nosotros estábamos en la aventura: en los héroes de melena adolescente y desentuertos viajeros, en la aventura y la camaradería y el mundo visto como algo extraño, ajeno y exótico. Nuestros padres, en cambio, estaban en el TBO. "El TBO de la semana", como se decía entonces. Aquella cabecera que ya era histórica porque había hecho historia. Ellos habían sido niños de la guerra y no es extraño, visto desde hoy, que la aventura, la violencia, ese glamour por la peripecia los retrajera a sus propios padres y a sus viejos miedos. Porque TBO estuvo allí, y sobrevivió a aquella historia de miedos, y fue capaz no ya de sobrevivir, sino de dar nombre al medio ("Yo quiero un TBO, yo quiero un TBO, si no me lo compras lloro y pataleo").
Los niños que fuimos, los niños que hoy todavía seguimos amando los tebeos, también leíamos, cómo no hacerlo, la cabecera de cabeceras. También fuimos lectores de TBO. Al contrario de los otros títulos para la infancia de nuestras infancias, TBO parecía dirigirse a todo tipo de públicos, de ahí la afición confesa de nuestros padres. Los niños que hoy somos, más o menos, expertos en todo esto, nos damos cuenta de que en TBO estaba el espíritu de las grandes strips y los grandes suplementos norteamericanos de prensa, hechos para aquí y desde aquí: mientras las revistas Bruguera se basaban en el cachiporrazo, el reflejo satírico luego domado, en la verborrea característica de algunos de sus personajes más icónicos, TBO ofrecía otra visión del mundo, más amable en ocasiones, más pegada a la realidad en otras, pero siempre desde una perspectiva que engrandecía las posibilidades narrativas del medio. Leer TBO, y sobre todo leer a algunos autores de TBO, era asomarse en ocasiones a un test de inteligencia. No había guía para el lector, que tenía que detenerse en la sucesión de cada historia según se fuera desarrollando en las viñetas, a menudo sin texto, un teatrillo de situaciones perfectamente medidas que no desembocaban siempre en la carrera deudora del cine mudo, sino en el gag puro y duro, el final más o menos feliz, la paradoja del momento, el toque surrealista, el chasco de los españolitos que éramos y no hemos dejado de seguir siendo.
En TBO podías detenerte en cada viñeta de Coll y sus náufragos o sus coches deportivos, en cada situación surrealista de Melitón Pérez, en la bonhomía campechana de Josechu el Vasco, en la complicada tecnología de cada uno de los cachivaches del profesor Franz de Copenhague, en los caprichos de ese pequeño sátrapa traído de América (habría sido impensable producirlo aquí) que fuera El Reyecito, en los apuros cuasi-berlanguianos (aunque Berlanga vino luego) de esa familia Ulises donde, antes que en la familia Alcántara, supimos vernos todas las familias españolas.
TBO exigía no sólo la complicidad del lector, sino su colaboración. A la lectura superficial de cada una de sus páginas, al conocimiento de cómo eran más o menos cada uno de sus personajes, se añadía la necesidad de escudriñar el detalle, el análisis de la puesta en escena. Quizá no fuera la revista más audaz, pero sí fue durante muchos años (los años de Coll y Benenjam, de Nit, Urda y Muntañola, y ya en sus últimos tiempos renacidos, de Cuberi, Sirvent, Paco Mir, TP Bigart y Tha) la revista para el lector más inteligente.
Cien años cumple TBO y con su cumpleaños celebramos cien años de tebeos en España. Como los buenos vinos, cada año que pasa, TBO es mejor.
Larga vida a TBO en el recuerdo.
A los tebeos por venir, salud.
DiariodeCadiz.
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