jueves, 31 de mayo de 2018

Delatores... por Antonio Soler


El ciudadano de a pie no tiene por qué echarse al ruedo como un espontáneo de la inspección
Puestos a colaborar con la justicia en la persecución de delincuentes, parece que la ciudadanía es más partidaria de denunciar a yihadistas o pederastas que al vecino que se gana la vida alquilando un piso a los turistas. Aunque nunca se sabe. En determinadas coyunturas la gente da salida a su lado más oscuro. En la Guerra Civil se saldaron algunas deudas económicas por la vía rápida de delatar al acreedor alegando que era un conspicuo rojo si se estaba en zona nacional o un recalcitrante falangista si el acreedor vivía en campo republicano. En Polonia fue legión el vecindario que delató a los judíos y posteriormente se quedó con las propiedades de los gaseados en los campos de exterminio.


Muy lejos de esos tenebrosos extremos, el Ayuntamiento nos propone que delatemos a los vecinos de los que sospechemos que alquilan viviendas para el turismo que no cumplan todos los requisitos legales. Que ese tipo de alquileres está distorsionando el mercado inmobiliario es una obviedad. Y que ese mercado debe ser regulado, también. Punto y aparte merecen las empresas dedicadas a este asunto, pero alentar a la gente a denunciar a sus conciudadanos por faltas menores supone un cierto grado de miserabilidad. Como si nos animaran a mirar de reojo la declaración de Hacienda del vecino y a salir corriendo a la delegación más próxima si detectamos algo mínimamente sospechoso. Esto no es una oda al fraude, pero que sean los inspectores quienen velen por el estricto cumplimiento de las normas.

La leyenda negra de los chivatos arranca en el parvulario. No importa que un compañero haya roto la disciplina. El dedo que señala siempre queda manchado, ya sea para indicar al compañero que ha tirado una bola de papel al profesor o para llamar a la grúa para denunciar un coche mal aparcado que ni impide el paso ni ocasiona peligro para nadie. La colaboración ciudadana es fundamental para combatir el crimen. Pero activar esa colaboración para solventar infracciones menores y -como es el caso- la falta de previsión de las instituciones está bastante lejos de ser un deber cívico. Por mucho que determinados municipios sufran ese conflicto de un modo virulento, el alquiler de los pisos turísticos exige una regulación nacional. Y corresponde a las fuerzas políticas activar los mecanismos para que eso sea así. Los ciudadanos de las ciudades afectadas sufren no solo las molestias que esas viviendas ocasionan sino un descalabro económico para quienes aspiran a alquilar una casa de modo continuado. Los precios se han disparado, el equilibrio del sistema se ha roto y la amenaza de una nueva burbuja inmobiliaria acecha. En Málaga, convertida súbitamente en ciudad turística, además existe el problema de la saturación, de la muerte de éxito al convertir el centro de la ciudad en una especie de parque temático para disfrute de los visitantes y frustración de los residentes. Encontrar el equilibrio es necesario y diría uno que hasta urgente. Pero el ciudadano de a pie no tiene por qué echarse al ruedo como un espontáneo de la inspección
Antonio Soler

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