lunes, 28 de mayo de 2018

Pablo Aranda: «La tontería del escritor impostado se acaba en cuanto tienes que poner la lavadora»




El novelista malagueño publica 'La distancia', donde vuelve a modelar personajes al filo del precipicio y aborda «el peso del pasado»

Los primeros tachones le dolían «como arañazos», pero Pablo Aranda (Málaga, 1968) sabía que su nueva novela requería tiempo para la reescritura. En el Café Bruselas, uno de los escenarios de 'La distancia', que mañana sale a la venta de la mano de la editorial Malpaso, ante «una nube doble con leche de soja», habla sobre sus personajes, apátridas y encantadoramente perdidos, como si fueran íntimos amigos de quienes se acabara de despedir tras unas largas vacaciones. Ambientada entre el sur de España y el norte de Marruecos, 'La distancia' muestra al Aranda más ágil y perturbador en un doble viaje marcado por su personalísimo estilo.

-La última vez que le entrevisté sostenía un bebé en brazos.


-Pues ese bebé está crecido y juega un partido de baloncesto este fin de semana (risas). También tenía una niña y luego vino otro. Y un perro.

-¿La paternidad redime? Aparece como uno de los temas centrales de 'La distancia'.
-Suele estar presente en todas mis novelas de manera inconsciente, aunque desde un enfoque distinto al tradicional. Me gusta crear personajes que no cumplan con los requisitos del clásico ganador: hombre, blanco, nacional, sano y con estudios. Hay otras perspectivas que también son reales, acuerdos respetuosos, honrados e igualitarios que están por encima de la cuestión biológica.

-Vuelve al desarraigo, a personajes que no se sienten de ningún sitio.
-Aunque hay excepciones, la gente con una conciencia muy clara de pertenencia suele pensar que lo suyo es lo mejor. Me gusta la sensación de desarraigo, aunque no significa estar en contra del sitio donde te ha tocado nacer, que es pura casualidad.

-Eso, en el contexto actual, supone una declaración de intenciones.
-Puede ser. En un momento de la novela, una de los protagonistas dice: «Antes que marroquí soy mujer». La prioridad para ella es otra porque las preocupaciones son otras. Hay cuestiones que considero superiores a haber nacido aquí o allí. El personaje principal es malagueño, pero tiene una madre francesa que apenas aparece, un padre que no está... Un argelino me dijo una vez: «Si tienes el corazón blanco eres mi hermano». Pienso igual. Me gustaría sentirme de la patria de la buena gente.

-Juega constantemente con el paso del tiempo, con la diferencia entre lo que es y lo que pudo haber sido. ¿Qué distancia ha querido medir?
-Hay una distancia geográfica, que se mide sobre todo entre Málaga y el norte de Marruecos, pero también existe una distancia emocional. Me interesa mucho el peso del pasado. Tal vez sea porque tardé en darme cuenta de que la vida iba en serio, como decía Gil de Biedma. Pero de repente hay episodios que te resitúan, encontronazos con la realidad.

-Disculpe la impertinencia, pero me pregunto si cumplir 50 años ha influido en eso.
-Es una edad que marca objetivamente. Recuerdo que cuando tenía nueve años un compañero del colegio comentó que su padre tenía cincuenta y pensé: «Qué viejo». Es una edad que sirve como atalaya donde plantarte y decir: «Tengo una vida por delante pero también tengo toda una vida por detrás». Luego enseguida te relajas porque toca limpiar el cuarto de baño.

-Esa atalaya, ¿resulta engañosa? Ray Loriga escribió que la memoria es el perro más estúpido: le lanzas un palo y te devuelve cualquier cosa.
-No recuerdo el pasado con nostalgia, más bien con melancolía, aunque no por haberlo perdido. Me veo con más herramientas ahora, aunque pueda fastidiarla. Me cuesta ver el pasado con cariño, engrandecerlo.

-¿Ha metido la pata muchas veces?
-En general creo que he sabido adaptarme a mi talento, tanto que hay gente que cree que tengo mucho y no es para tanto (risas).

-Emilio, el protagonista de 'La distancia', se define como un inadaptado crónico inofensivo. ¿Hasta qué punto empatiza con él?
-No siempre conseguimos lo que queremos, pero eso no nos convierte en inadaptados. La vida no deja de ser un juego, aunque vaya en serio como decíamos antes. Borges escribió en un soneto: «Ya no seré feliz. Tal vez no importa». Qué terrible, ¿no?

-¿Es grave no ser feliz?
-Hay cosas peores. Lo ideal es estar contento. Emilio también se plantea si poseer significa poseer del todo. ¿Ser feliz significa ser feliz del todo? Nunca podemos tenerlo todo.

-En 'La distancia' hay casos de narcotráfico, corrupción, planes de asesinato... Por un momento parece que se ha pasado a la acción.

-Desde 'Los soldados' creo que mi narración ha perdido extensión... Hay más diálogos, pasan cosas. Me divierte la intriga. No soy de esos autores que escriben casi su propio evangelio, con un guión muy claro. Yo me lanzo a escribir pronto, sin tenerlo todo cerrado, aunque eso me obligue a corregir mucho. Me atraen los dramas sociales con dosis de suspense y ventanas abiertas a la esperanza.

-Dice «drama social» y suena casi pesado, pero la narración resulta ligera, como si el lenguaje fuera plastilina con la que juega todo el rato.

-Para mí es como un juego de mesa. Introduzco a los personajes en un laberinto y les pongo obstáculos pero también un par de salidas. Por eso abro el libro con una cita de Joyce Carol Oates: «La felicidad existe, está ahí». Hay que saber encontrarla.

-¿Dónde acaba el amor y dónde empieza el miedo a estar solo?
-Uno de nuestros grandes males como sociedad es la incapacidad de aceptar que alguien nos deje, que no nos quiera. Es una de las claves de la violencia de género. Estamos muy condicionados. A los 30 años se supone que has de estar casado, tener un piso de 90 metros cuadrados y dos hijos muy listos. Me hacen gracia los padres que cuelgan las fotos de las notas de sus hijos. Me gustaría que alguno dijera: «Pues el mío catea siete asignaturas y tiene ocho años»...

-... Y lo quiero igual. ¿Cómo nos marcan las expectativas sociales?
-Generan mucho dolor, cuando todo podría ser más sencillo. Por ejemplo, hay una expresión tremenda: «No ha rehecho su vida». ¿Si es infeliz y tiene pareja ha rehecho su vida?, ¿y si está solo pero es feliz no la ha rehecho? Hay tantas posibilidades...

-Volvemos a los requisitos del triunfador clásico. En sus novelas siempre aparece esa lucha entre lo que tenemos y lo que queremos.
-Me interesan esas peleas interiores, tan comunes. Cuando nos hablan de pertenencia o arraigo, yo pienso: «Vamos a hablar de lo importante».

-Sobre la torre del Puerto, una vez escribió que no le resultaba tan importante la altura como lo que iban a cobrar las camareras de piso.
-Exacto. Me interesan las personas, su calidad de vida. Lo otro... Bueno, tampoco me siento preparado para sentar cátedra, como sienta tanta gente. Mi nivel de preocupación, lo digo con modestia, está por encima de eso.

-En la literatura abunda la impostura. ¿Cómo lo lleva?
-La tontería de escritor impostado se acaba en cuanto tienes que poner la lavadora. Puedes estar viviendo en mundos narrativos fantásticos, pero a las dos de la tarde tienes que recoger al niño del colegio.

-Cuénteme, ¿qué fantasma volcará en su próxima novela?
-Será una historia positiva, aunque con bastantes obstáculos. Empezó siendo una historia de humor que fue complicándose...

-Supongo que escribir le sale más rentable que acudir a terapia.
-Pues, sin situarlas al mismo nivel, he pasado por tres grandes revoluciones: leer 'Los cachorros', de Vargas Llosa, que me permitió ver las posibilidades de dominar el lenguaje; tener hijos, porque descubrí el amor sin condiciones, y acudir a una psicóloga cuando mi situación no era la mejor. A veces buscas respuestas pero desconoces cuáles son las preguntas.

-¿Hace falta reivindicar la torpeza?
-A veces no sabemos hacerlo mejor, aunque eso no nos exime de responsabilidades. Oigo a padres gritar indignados a sus hijos porque han metido un gol en propia puerta y pienso: «¿Crees que si hubiera sido capaz de hacer otra cosa no lo habría hecho?, ¿no piensas que ya tiene suficiente con su lucha interior?». No contribuyamos al linchamiento. Eso podemos trasladarlo a las redes sociales; nos iría mejor si no nos creyésemos los reyes del mambo.

Alberto Gómez

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