Vivimos en una sucesión de tendencias: las tendencias son tendencia. Tendencias fugaces, ya que la estabilidad de una tendencia entra en contradicción con el concepto de «tendencia». Tendencias de quita y pon, porque a toda tendencia le conviene ser portátil y etérea y fluir de su nada de origen a su nada de destino. Tendencias que dejan de ser tendencia, en fin, en cuanto aparece otra tendencia. Esa es la tendencia.
Una de esas tendencias consiste en denostar a España no ya como unidad de destino en lo universal, sino incluso como diversidad de destino en su amalgama autonómica. Es algo que tiene un lado consolador: si alguien proclama que este es un país de mierda, pongamos por caso, podemos pensar en un principio, irreflexivamente, que está denigrando a todos sus habitantes, incluido el que denigra, pero luego cae uno en la cuenta de que en realidad no está denigrando a nadie en concreto, sino a un ente inconcreto: insultar de forma genérica a todo un país como tal país es como insultar a la ensalada de aguacate o al imperativo categórico kantiano.
Y es que, por sí mismo, un país no puede ser una mierda, sino que en cualquier caso puede serlo su coyuntura histórica, lo que en el peor de los casos lo convertiría en una mierda redimible. Algo es algo. Claro que lo espinoso del asunto es que esa coyuntura no suele venir por sí sola, sino que la propiciamos, en mayor o menor medida, entre todos: si un marco democrático nos permite elegir a nuestros gobernantes, la culpa de una mala gestión será de tales gobernantes, pero la culpa de la mala elección será de quienes los eligen, a pesar de esa tendencia colectiva a sentirnos víctimas inocentes e indiscriminadas de sus torpezas y desmanes, como si los gobernantes se hubiesen apoderado de su sillón mediante un acto de magia negra y no gracias a la idiotez, a la buena intención o a la ingenuidad de un cupo suficiente de votantes. Pero la tendencia parece ser esa: el victimismo doliente de quienes tienen la potestad de eligir a sus verdugos.
Aun así, cuando oímos a este o a aquel decir que nuestro país es una mierda, tendemos a pensar malévolamente que la mierda no es tanto el país como quien lo dice, en la sospecha de que lo dice como un gesto de ornamentación moral: el denigrador supremacista. El que sobrevuela, impoluto, sobre la mierda, mientras que lo demás nos regocijamos en ella.
Pero las tendencias son así: tendenciosas. Tendentes al brochazo grueso.
Un país funciona bien, regular o mal, e incluso todo a la vez, así sea por secciones, pero degradarlo a ente mierdoso es degradar tal vez demasiado: tenemos lo que nos merecemos, pero sabemos que merecemos más. Y la clave está justo ahí, no en la mierda.Felipe Benitez Reyes
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