Contra el chalecito y sus flamantes inquilinos sólo puedo hacerme dos preguntas. La primera para mí es fundamental, aunque quizá parezca menor y prescindible, pues atañe a la sensación y la aprensión, no a las razones: ¿cómo, considerándose pueblo, no se agobian con la sola idea de vivir dentro del "discreto encanto de la burguesía"? A no ser que todo forme parte de un plan secreto -inspirado en monsieur Hulot de la película Mi tío, o en el extraño y sensual visitante de la peli Teorema-, orquestado para liberar a las familias acomodadas de sus presuntas vidas anodinas; esto de sentirse pueblo y, a la par, elegir sin angustia el sonido del cortacésped parece incompatible. Por el mismo precio, hay quienes escogen chalé, pérgola y piscina y quienes escogerían cortijillo, parra y alberca: cuestión de clase. (Eso sí, Kichi, no conozco a nadie, por muy obrero que sea, que prefiera "un piso de currante" en los bloques o escampados en los que muchos viven como pueden o, mejor dicho, como les dejan).
La segunda pregunta es fruto de la perplejidad: ¿cómo esperaban los representantes de un partido que conoce, usa y sobrevalora los gestos que el chalecito no fuera interpretado como el mayor de ellos? [Lo pienso a menudo: mi abuelo el facha llevaba gorrilla; mi abuelo el rojo -panamá o mascota- siempre sombrero. Sin pretenderlo, ambos me dieron una clase magistral sobre símbolos, resignificaciones, retranca y gestos. Mientras continúo aprendiendo la lección, me descubro ante ellos].
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