Había una emoción real, sin fisuras, en el momento en que el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, afirmó sentirse orgulloso de su ciudad y quienes la habitan por el comportamiento demostrado durante el confinamiento: el signo de una sociedad madura se hacía bien visible y correspondía reconocer el sacrificio, la respuesta mayoritaria vertida en la renuncia a determinados derechos con tal de que la epidemia pasara de largo cuanto antes. Y bien, es cierto: se reclamó a los ciudadanos que se quedaran en sus casas y se mostraran cautos y, salvo excepciones tristemente ruidosas, eso hicieron. Ocurre, sin embargo, que a menudo la política se convierte en el arte de desdecirse, aunque sea sólo como adaptación al medio. Ahora, acabada ya la desescalada y abrazada la nueva normalidad, el Ayuntamiento nos pide justo lo contrario: que salgamos. Con toda la precaución y la observación de las distancias de seguridad, pero sí, que salgamos. Y, ya que damos el paso y salimos a la calle, reclama la municipalidad que vayamos al Centro, a ver qué hay por allí. El motivo es muy simple: al Centro no va nadie y, si la situación se mantiene, el enclave terminará más muerto que vivo en poco tiempo. Han detectado los expertos estrategas de la ciudad que, en lo que se refiere a la recuperación económica tras la crisis sanitaria, el Centro presenta un déficit notable respecto a los barrios, lo que, claro, tiene mucho sentido: en un verano condenado a recibir una afluencia turística mucho menor, un núcleo urbano consagrado por hecho y por derecho al turismo no ya como primera, sino como única razón de ser, se queda cual jardín sin flores, cual Ortega sin Gasset, cual Martes sin 13. Sin argumentos, al fin, para existir. El Ayuntamiento lo tiene claro: habrán de ser los malagueños, los que viven en los barrios, ya que en el Centro residen muy pocos, los que tomen el relevo, en la medida de lo posible, para estimular un poco el negocio y que la debacle no sea tan aguda. De modo que el Gobierno Local está dispuesto a regalar a los vecinos entradas a los museos y billetes de autobús con tal de que, después de la exposición o del paseo correspondiente, se dejen caer por los bares y terrazas, consuman a gusto y se lleven a casa una biznaga de recuerdo. No me digan que no apetece. Lo miren por donde lo miren, es un plan estupendo: puede uno darse una vuelta por Uncibay, por ejemplo, tomarse una pinta en uno de los pubs de atrezzo invasor con los enormes televisores de plasma en los que los hooligans británicos ven sus partidos y encima considerar que está contribuyendo a la recuperación de la ciudad. Dónde hay que firmar.
Lo mejor de todo es, sin embargo, la paradoja. Sabíamos que el coronavirus llegaría a darle la vuelta a la tortilla con efectos prolongados y de manera imprevisible, pero costaba imaginar, incluso a los más escépticos, que la paradoja adquiriría un volumen tan considerable. Resulta cuanto menos chocante que el Ayuntamiento conceda facilidades e incentivos a los malagueños para ir al Centro después de décadas de una política sostenida justo en sentido contrario. Porque, cuidado, no se trataba sólo de hacer un Centro para turistas: había que ir más lejos y convertirlo en un lugar inhóspito, adverso, poco amable y menos humano para los malagueños. Se trataba de ejercer, con toda la diplomacia, la pedagogía de la expulsión, tanto para los que tuvieran la costumbre de ir al Centro a pasar el rato como para los que en su momento decidieron instalarse allí. Y cabe afirmar que la medida constituyó un verdadero éxito. Después de años de vista gorda sobre la ocupación de los espacios públicos de la mano de las terrazas, la absoluta degradación del entorno, el ruido insoportable, las despedidas de soltero, la eliminación de cualquier atisbo de mobiliario público, la supresión de los servicios, la espectacularización y masificación de lo que una vez fueron encuentros populares y abiertos a todos, la ordenación urbanística con los recorridos turísticos como único criterio y después de ridículos intentos de gestión a base de parches sin visión alguna, siempre tarde y mal, lo cierto es que a los malagueños no les quedaba ya, desde hace tiempo, mucho que hacer en el Centro salvo sentirse extraños, fuera de sitio, ajenos. Lo que hemos tenido, entonces, es la consecuencia lógica: es cada vez más frecuente escuchar en los barrios a los vecinos decir que no recuerdan la última vez que bajaron al Centro, en parte porque algunos barrios (no todos, ni mucho menos) han logrado generar una oferta interesante en cuanto a ocio, actividad comercial y servicios, pero también porque el plan de expulsión ha salido a pedir de boca. Si algo se nos da de lujo es poner cotos.
EL MODELO QUE CONVERTÍA A LOS CIUDADANOS EN CLIENTES YA NO SIRVE. URGE ENCONTRAR UNA ALTERNATIVA SOSTENIBLE CUANTO ANTES
Y, bueno, uno querría pensar que ni el Ayuntamiento ni nadie tendrían la desfachatez de pedir a los vecinos que vuelvan al Centro después de una política dirigida a definir el Centro como un espacio sin alma ni gente, a retirar o camuflar de mala manera todas y cada una de las señas de identidad presentes (ahí tenemos al pobre Ibn Gabirol tapado tras los barriles de El Pimpi), a derribar la Mundial, a dejarlo todo hecho un sequeral sin sombra ni zonas verdes, a proyectar rascacielos muy altos con tal de ganar un Centro donde trabajaran muchos y no viviera nadie, a señalar a los niños como el enemigo número uno sin una sola medida a su favor, a rechazar cualquier control sobre la proliferación de apartamentos turísticos muy a pesar del coste social, a conceder todos los privilegios a la hostelería y ninguno a los ciudadanos, a obtener, en fin, un lugar en el que sólo se puede estar de paso. Pero sí, resulta que sí. Por eso, en el fondo, nunca ha importado mucho que cada temporada salgan las ratas de paseo en la calle Comedias: si no vas a quedarte a vivir aquí, tampoco es una tragedia. Igual habría estado bien apostar en su momento por modelos más equilibrados que compensaran un posible retroceso del negocio turístico con otros instrumentos, pero también contamos con una parte de la opinión pública bien adiestrada en el arte de tildar de antimalagueño a cualquiera que se le ocurre sugerir algo así. Que el Centro se hunda sin turistas no es más que lo que cabía esperar. Otra cosa es que Málaga esté a tiempo de hacer el debate que debió abordar hace mucho y comprender que la adopción de un modelo sostenible no admite más demora. El que pasaba por convertir a los ciudadanos en clientes ya no nos sirve. Y esto no se soluciona regalando entradas a los museos. Pagar el billete del autobús como si de una chuchería se tratase tampoco es la mejor manera de empezar.
Autobuses gratis para viajar al Centro de la ciudad más perita.
Conviene no olvidar, por cierto, que el sector hostelero es el primer interesado, y así lo han manifestado sus responsables, en que los malagueños hagan uso de sus instalaciones. Y no faltan en el Centro, desde luego, bares ni restaurantes en los que uno se siente bien acogido. No obstante, la hostelería debería también emprender su particular debate: en los últimos años se ha aceptado sin más que, si eres de Málaga, a menudo vas a tenerlo más difícil para hacer una reserva a una hora decente, van a intentar despacharte cuanto antes o directamente van a decirte a qué hora te tienes que ir, van a ubicarte en las zonas menos agradables del establecimiento o van a ofrecerte un servicio menos atento con tal de ponérselo más fácil a los turistas, que, ya se sabe, vienen en su mayoría en grupo. Y esto a menudo se ha aceptado porque se ha entendido que había que pagar el precio, por más que después se te quitaran las ganas de volver a ciertos locales. Hacer una ciudad más amable para los malagueños es una responsabilidad de todos. Y no será fácil. Pero tal vez sería un buen primer paso ver esta fatalidad como una oportunidad. Si no, no pasa nada: hay ya cruceros rabiosos por descargar aquí cuanto antes su mercancía, y lo harán en cuanto puedan.
Pablo Bujalance
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