domingo, 4 de septiembre de 2016

Cuarenta y dos kilos de felicidad... por Almudena Grandes

Me pregunto si en el futuro existirán los atunes o los pescaderos, mientras todo el mundo se dedica a buscar muñequitos con un móvil.
SUPONGO que, para algunos jóvenes, el momento estelar de las vacaciones habrá sido encontrar un Pokémon en una catedral. Sé que para otros, en general no tan jóvenes, nada ha sido tan relevante como descargar en su móvil esa nueva aplicación que sirve para encontrar a las personas dispuestas a ligar en la misma localización geográfica que el usuario. La creatividad digital está acabando con la euforia de los macroconciertos y el romanticismo de las puestas de sol, pero todavía quedamos resistentes, analógicos radicales que aprovechamos el verano para encender el móvil cada tres o cuatro días y apagarlo tan deprisa como si emitiera ondas radioactivas. Para mí, esas son las verdaderas vacaciones.

La imagen que yo me llevaré de este verano es muy carnal, muy antigua, tan orgánica que está empapada en sangre. No hablo de violencia, ni de sexo, sino de un atún que pesaba 42 kilos, un pez negro, reluciente, y tan grande que los brazos de un hombre adulto lo rodeaban a duras penas. Así, como si fuera un niño dormido, inmenso, llegó hasta el mostrador de la cooperativa de pescadores de Rota, y su llegada impuso un silencio compacto, casi litúrgico, entre quienes no nos habíamos atrevido a esperar tanto.



Si hubiera sido cualquier otro pez, seguramente el impacto habría sido menor. Pero el atún es el animal totémico de la bahía de Cádiz, el hijo predilecto del Atlántico, el magnánimo padre de todos sus habitantes. Pescar un atún es como ganar la lotería, una hazaña que va de boca en boca y corre como un virus por las pantallas de los móviles. Hubo un tiempo no muy lejano, poco más de medio siglo, en el que los atunes llegaban a la orilla de la playa donde me baño todas las tardes. Esa época, que ha fundado la leyenda de una felicidad colectiva y remota, ya pasó. Los atunes se han replegado al mar abierto y ya sólo se ven convertidos en pescado, sobre un mostrador. Pero la poderosa silueta, la piel brillante, los ojos abiertos del que yo encontré en la cooperativa no fueron lo que más me impresionó.

Después de transportarlo amorosamente, para depositarlo con mucho cuidado sobre el mostrador, el pescadero fue a buscar sus cuchillos y regresó con una mueca de disgusto. ¿Lo estáis viendo?, preguntó a las dependientas mientras lo afilaba con una chaira, están todos mellados, a saber quién los habrá cogido y para qué, pero así no se puede, es que no se puede… Por un instante temí por los dos, por el hombre y por el pez, el autor y la víctima de una carnicería póstuma, temí, inmerecida para ambos. Pero enseguida comprobé que había temido en vano.

El hombre se acercó, acarició la cabeza del atún como si quisiera pedirle perdón por lo que iba a hacer, la levantó por una agalla y hundió el cuchillo por primera vez. De un solo corte, separó la cabeza del cuerpo. Otro fue suficiente para liberar el cogote entero y limpio en una habitación donde nadie se atrevía siquiera a respirar. El tercer corte liberó la ventresca, rosada y tierna. El cuchillo volvió a hundirse otra vez, rozando la espina, y sin que la hoja llegara a salir, el mango asomó por el lateral y completó el recorrido inverso, avanzando hacia arriba hasta desprender un lomo inmaculado, milagroso. Cuando lo separó del resto, comprobé hasta qué punto el suyo había sido un trabajo limpio. Las espinas gruesas, blancas, perfectamente equidistantes, estaban a la vista. Ningún resto de carne había quedado adherido a ellas. Me pareció tan increíble que estuve a punto de perderme el último prodigio, la labor del cuchillo que, en un instante, desnudó el lomo de la piel, sin menoscabar en absoluto la forma, la integridad del uno ni de la otra. En ese instante, sin ponernos de acuerdo de antemano, los clientes de la pescadería rompimos a aplaudir. No era para menos, porque la operación no había durado ni cinco minutos, tal vez ni siquiera tres.

Mientras me volvía a casa con media docena de filetes exquisitos, me pregunté qué ocurrirá con los atunes en el futuro. Si existirán, si llegarán a pesar 42 kilos, si seguirán existiendo pescaderos, cuchillos, destrezas admirables, mientras todo el mundo se dedica a buscar muñequitos o sexo con un móvil en la mano.

Almudena Grandes

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