La llegada al mercado de un nuevo teléfono de Apple ha provocado avalanchas y colas ante las tiendas de medio mundo. En Málaga, una nueva tienda consiguió aglutinar ante su puerta a una pequeña multitud. Unas mil personas estaban apostadas en pacífica fila en el momento de abrirse las puertas del establecimiento que dispensaba el novísimo teléfono. Hubo gente que pernoctó en la calle y que llegó a esperar más de treinta horas.
El objetivo, aparte de recibir una chuchería de recuerdo: estar entre los primeros en conseguir el artefacto que desde ese instante dejaba anticuado el modelo anterior. La conquista de una efímera Antártida. Algunos viandantes hicieron mofa de los pacientes compradores o, simplemente, tomando la consabida actitud de un abuelo Cebolleta, se limitaron a constatar el grado de descerebramiento de la juventud actual.
Se olvidaban esos críticos de aquella gente de su generación capaz de dormir al raso para entrar en un concierto o para intentar contemplar de cerca a Lennon o Jagger, o de aquellas chicas que, una vez conseguido el milagro de ver el color de las pupilas de su ídolo caían desmayadas entre espasmos o eran presa de un llanto incontenible. Histeria. Ese era el diagnóstico inmediato. Gente con la cabeza hueca que proyectaba sus desequilibrios y afanes internos en unos personajes inalcanzables pero con los que se identificaban de un modo íntimo y absoluto. Nunca conseguirían hablar con ellos, intercambiar un pensamiento, conocerlos realmente. Pero por medio de sus canciones, entrevistas o incluso por el modo de peinarse o cualquier otra insignificancia estética, percibían una vía de contacto. Una comunicación unívoca pero profunda. El rockero o el actor de moda hablaba directamente a su corazón. Les susurraba mensajes al oído. Y los fans entraban a formar parte de una legión de incondicionales. El individuo famoso se convertía en una bandera bajo la que alistarse.
Se olvidaban esos críticos de aquella gente de su generación capaz de dormir al raso para entrar en un concierto o para intentar contemplar de cerca a Lennon o Jagger, o de aquellas chicas que, una vez conseguido el milagro de ver el color de las pupilas de su ídolo caían desmayadas entre espasmos o eran presa de un llanto incontenible. Histeria. Ese era el diagnóstico inmediato. Gente con la cabeza hueca que proyectaba sus desequilibrios y afanes internos en unos personajes inalcanzables pero con los que se identificaban de un modo íntimo y absoluto. Nunca conseguirían hablar con ellos, intercambiar un pensamiento, conocerlos realmente. Pero por medio de sus canciones, entrevistas o incluso por el modo de peinarse o cualquier otra insignificancia estética, percibían una vía de contacto. Una comunicación unívoca pero profunda. El rockero o el actor de moda hablaba directamente a su corazón. Les susurraba mensajes al oído. Y los fans entraban a formar parte de una legión de incondicionales. El individuo famoso se convertía en una bandera bajo la que alistarse.
Un músico, un deportista o un teléfono. Una marca cuyo contacto o posesión nos acerca a una nebulosa fuente de prestigio. Ser el primero, ser salpicado por una gota de su sudor, recibir una mirada del dios de turno. Todo sirve para subir un peldaño en esa pirámide que se pierde por encima de las nubes y que luego desemboca en la nada. Quienes estuvieron apostados en la calle Nueva, en la Princes Street de Edimburgo o en cualquiera de las factorías Apple de Manhattan esperaban acariciar un sueño, hacer realidad una quimera. No necesitaban el nuevo teléfono, al menos desde un punto de vista práctico. La inmensa mayoría tendría el modelo anterior en perfecto uso y con una larga vida por delante. Tampoco las chicas llorosas o los muchachos que guardan cola bajo la lluvia en la puerta de los estadios tienen la necesitad real de ver sin el filtro de la televisión a sus ídolos, pero allí están, a punto de rozar la gloria y de convertirse de un modo vago e ingenuo en el reflejo de una estrella del rock o de una manzana a medio comer.
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