Plantar un edificio de 135 metros de alto en lo que no deja de ser un espigón suscita muchas dudas en torno a su sostenibilidad, pero a nadie le preocupa, del mismo modo que no causa molestia que un crucero de gran tamaño contamine de media lo mismo que cinco millones de coches haciendo la misma ruta. Tampoco entiendo por qué nos ha dado ahora por tener rascacielos, como si la altura fuera un síntoma inequívoco del progreso. Lo más parecido que tenemos aquí a un rascacielos, palabra que por cierto ya huele a viejo, a una novedad antigua, es el edificio de la Equitativa, y ahí está, muerto de aburrimiento, a la espera de que algún chino lo compre, seguramente para hacer allí otro hotel. A nadie parece importarle que este nuevo edificio, 'icónico en nuestro skyline', vaya a ser un hotel de lujo que dejará nuestra farola a la altura precisamente de eso: de una farola. A poca gente parece importarle todo esto porque son proyectos que vienen con el sublime comodín: el hotel creará riqueza.
A un kilómetro escaso de su suite, los visitantes podrán pasear por varios niveles de degradación urbana y de mugre; la Cruz Verde, el Guadalmedina, la Trinidad, barrios en definitiva que sobreviven como pueden alejados de tanto progreso. Ese paseo a las profundidades hará que los visitantes tengan una experiencia turística mucho más exótica, como cuando visitan países en vías de desarrollo. La cochambre es la misma, no entiende de fronteras ni de códigos postales. El lujo y la miseria son dos extremos que se tocan. En el centro está la clase media. Serán camareros, limpiabotas, botones. No cabe duda de que el hotel del puerto creará riqueza, pero en Catar. Aquí terminaremos siendo los crupieres de este casino. Ponemos el tablero y repartimos las cartas mientras vemos cómo unos se forran y otros pierden sus ahorros, qué más nos da si nos van a pagar lo mismo. Aquí los hoteles se proyectan a la misma velocidad que en una partida de Monopoly. Pero el tablero es nuestra ciudad, y las fichas son nuestro territorio.
Txema Martín
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