Hay días en que nos levantamos con talante demagógico (en el sentido coloquial que solemos dar a este adjetivo) y nos preguntamos si somos demagogos por naturaleza o si bien la naturaleza de las circunstancias nos ha convertido en demagogos. Demagogos por defecto, en fin, o demagogos a palos.
La respuesta no resulta sencilla, aunque tenemos la suerte de que siempre optamos por una respuesta demagógica: «La demagoga es la realidad, no yo». A falta de saber lo que la realidad piense o deje de pensar sobre nosotros, lo dejamos así: la demagoga es ella.
Y, a partir de esa conclusión, ya podemos liberar toda la demagogia que se nos antoje, que casi nunca suele ser poca. En el extremo opuesto, los políticos demuestran poseer sentido de Estado cada vez que el Estado lo requiere. Si el Estado les exige estar a la altura del Estado, allí están ellos con el sentido de Estado en estado de alerta. Porque es una especie de séptimo sentido gremial infuso, de igual modo que el nuestro lo es el sentido demagógico.
En otras cosas no sé, pero en eso los políticos no fallan: en cuanto el Estado requiere sentido, allí están ellos y ellas para dárselo con la magnificencia de los prohombres y promujeres de Estado. «¿Que el Estado quiere sentido? Pues aquí lo tiene», parecen decir, y vuelcan la cornucopia del sentido de Estado sobre la mesa de reuniones. Nosotros, en cambio, por nuestras debilidades demagógicas, llegamos a veces al extremo insensato de sospechar que el sentido de Estado no deja de ser uno de esos chanchullos retóricos para justificar sus enjuagues demagógicos porque lo cierto es que tenemos muy mala voluntad. Aparte del sentido de Estado, nuestros gobernantes hacen gala del sentimiento de Partido. Les cabe todo eso.
Hay ocasiones en que el sentido de Estado parece interferir con el sentimiento de Partido, y entonces los demagogos brincamos en el aire como poseídos por el demonio, sin duda por nuestra predisposición a las teorías conspiranoicas, a las suposiciones retorcidas y, por supuesto, a la maledicencia, pues estamos curtidos en el arte de la demagogia popular, que viene a ser lo completamente opuesto al ya dicho sentido de Estado, esa entelequia que nos queda grande a los demagogos.
Resulta incompatible, como su nombre indica, con la demagogia, pero el sentimiento de Partido no tanto, y de ahí el que algunos demagogos decidamos afiliarnos a un partido para poder ejercer la demagogia desde dentro. (La demagogia interna, como quien dice). Y ahora la profecía: cuando los políticos se den cuenta de que su futuro depende de los demagogos, se echarán a temblar, y de nada les valdrá entonces su sentido de Estado, porque será tarde. Pero no adelantemos acontecimientos. No seamos demagogos.
Felipe Benitez Reyes
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