Recuerdo el mundo antes del 11-S. Recuerdo lo que era subir a un avión de forma despreocupada, cruzando el filtro con los zapatos puestos y dando tragos a una botella de agua. Recuerdo, aunque entonces había más atentados y secuestros que ahora, que volar no nos parecía un deporte de riesgo. Ese mundo desapareció para siempre cuando alguien decidió asesinar a casi tres mil personas inocentes. Como represalia, alguien decidió asesinar a diez veces esa cifra. También inocentes.
Se remodeló el mapa, cambiaron nuestras costumbres y el punto de vista. Hubo más guerras, millones de refugiados a los que dejamos a la puerta de nuestra casa, pasando hambre y frío bajo la lluvia, en campamentos embarrados, con una lona para protegerse del viento. No les dejamos entrar porque no cabían, porque traían con ellos la sospecha, porque no hay dinero para todos, porque les tenemos miedo. Por todo junto, que nada es tan fácil en el mundo como para que una sola frase sea la explicación, a no ser que seas tertuliano, político, cuñado o tuitero.
Los aviones dejaron de ser armas potenciales, para comenzar a serlo las bombas, las pistolas, las metralletas. Entraron en Charlie Hebdo a tiros por un dibujo, entraron en la Bataclán a tiros porque eran diferentes.
Aumenta la presión sobre ellos, aumenta la presencia de la policía en las calles y lugares concurridos. Ahora portan chalecos antibalas, escopetas e incluso metralletas. Bajo las gorras caladas, sus miradas escudriñan las multitudes, en alerta hastiada y permanente. No ha servido de nada.
Paseaba hace unas semanas con mi hijo por el centro de Madrid, en plena Navidad, y pude sentir su miedo. Me agarraba fuerte de la mano –él, que siempre ha ido cinco metros por delante de nosotros, cuando era más pequeño– y decía que le preocupaba que de repente alguien sacase una pistola y decidiese empezar a matar gente.
La diferencia entre su estadio feliz, inocente y despreocupado y este miedo con el que me atenazaba los dedos era que ahora se ha puesto a seguir las noticias con atención mientras come. Y ve lo que pasa en el mundo. Y cómo la cálida, reconfortante sensación de seguridad con la que le hemos arropado desde que era un niño se desvanecía al darse de bruces con la realidad a la avanzada edad de ocho años.
El mundo es un lugar frío, oscuro y peligroso. Existe más dolor, sufrimiento e injusticia que placer, compasión e igualdad. La ignorancia y la maldad son el estado natural del ser humano, y solo cuando nos elevamos sobre nuestra condición de bestias nos merecemos el nombre de nuestra especie. Ayer fue un camión. Mañana será una piedra. Pero el miedo miedo banal, hastiado, cotidiano, en los dedos crispados de mi hijo o el suyo no remitirá jamás.
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