El otro día compartí desayuno en el barrio con Pablo Accino, hombre dado al séptimo arte mucho más allá de los cortos que ha dirigido y al que me gusta arrimarme para saber por dónde van los tiros. Comenzamos haciendo balance del Festival de Cine (él ya publicó el suyo en las páginas de este periódico) y terminamos metiéndole mano un poco a todo, que si los museos, que si el teatro, que si los conciertos, que si para arriba, que si para abajo. Las efemérides, con los veinte años del Festival de Cine y los treinta de la reapertura del Teatro Cervantes, así en redondo, estimulan este tipo de ejercicios, especialmente si acontecen entre café y mollete. La cuestión es que aquella conversación llegó a ser mayéutica y clarificadora, y a su término pensaba que resultaría oportuno cristalizar las conclusiones en un artículo, así que, voilà; por mucho, eso sí, que estas líneas sean insuficientes para arrojar algo de luz a la cuestión cultural en Málaga; y por mucho, más todavía, que las conclusiones no sean más que otras preguntas que habrá que seguir haciéndose.
Cuando viene todo un ministro de Cultura a decir que Europa entera envidia a nuestra ciudad por la susodicha, no hay más remedio que creérselo. Cuando The New York Times recomienda no sé cuántas veces en el último año el viaje a Málaga como destino cultural, también habrá que creérselo. Cuando todo el mundo se pone de acuerdo en destacar el caso de Málaga como ejemplo de transformación urbana a través de la cultura, pues lo dicho. Podemos, entonces, asumir este discurso pletórico sin más; o, tal vez, apuntar algunos matices, si creemos que la cultura, independientemente de que se trate de otra manifestación del poder político (San Rafael Sánchez Ferlosio dixit), es algo importante. Un servidor lleva ya casi tres lustros ejerciendo de cronista de la vida cultural de Málaga y recuerda algunas inflexiones. A comienzos de la pasada década, cuando todavía no había museos (había uno y lo cerraron para que pudiera abrir otro), Málaga conservaba aún cierta ambición en la programación de espectáculos de influencia nacional e internacional, con conciertos de alto calibre en cuanto a los reclamos contratados tanto en el Teatro Cervantes como en el Estadio de La Rosaleda (qué tiempos), sin que hubiera mucho que envidiar a los veranos de Marbella. Persistía, incluso, un festival internacional de teatro muy potente, que mantenía los mimbres de las ediciones dirigidas entre finales de los 80 y comienzos de los 90 por Miguel Romero Esteo. Por aquel entonces, el arte (quién lo diría) no despertaba mucho interés: Fernando Francés recuerda a menudo que entre las primeras exposiciones del CAC figuró la de Gerhard Richter, tótem del arte contemporáneo europeo, y casi nadie se enteró (al mismo tiempo, afirma que si organizara hoy la misma exposición tendría más de cien mil visitantes, y razón no le falta). Era común entonces entre los creadores malagueños la queja contra las instituciones culturales de la ciudad por dejarlos de lado e ignorarlos en sus programas a favor de los figurones traídos de fuera que garantizaban los llenos. De pronto, a mediados de la década, todo esto cambió: con cierto grado anticipatorio, la crisis manifestó aquí sus primeros síntomas en la cultura y Málaga perdió un notable peso específico en los circuitos escénicos y musicales. Los figurones desaparecieron salvo muy contadas excepciones. Especialmente representativo fue el caso del ciclo Ciudad del Paraíso, que trajo a la ciudad bajo el auspicio de Unicaja a los primeros referentes de la música clásica y duró sólo tres años (¿Recuerda alguien, por cierto, un festival reciente impulsado por Plácido Domingo del que se prometieron nuevas entregas en Málaga y del que nunca se volvió a saber tras la primera edición?). Mientras tanto, los museos se confirmaban como un atractivo turístico de primer orden y las instituciones públicas no se lo pensaron dos veces, con el público local convertido en una quimera por la que aún hay que partirse la cara. Pero entonces, milagro, Málaga se tomaba en serio su candidatura a la Capitalidad Cultural de Europa y alguien consideró que, ya que no se podía apostar por la calidad (ergo: el peso específico en el mapa cultural nacional e internacional), al menos sí se podía jugar la carta de la cantidad. De modo que la agenda cultural de todas estas instituciones (y, por tanto, en una situación inédita, la de los medios de comunicación) empezó a incorporar cualquier cosa a un mismo nivel, igual un recital lírico de un gran solista que una exposición de fotografías en un bar. Había que demostrar que en Málaga había mucha cultura. La Noche en Blanco, nacida para durar poco, se convirtió en el escaparate idóneo de esta filosofía, y ahí la tienen aún: no importa tanto de qué cultura hablemos como del hecho de que la oferta crezca cada año. Los creadores locales vieron al fin atendidas sus demandas, a cambio, eso sí, de trabajar por muy poco, o gratis, y lejos de cualquier cobertura parecida a una industria.
La Capitalidad se esfumó, pero el caché volvió gracias a los museos mientras el Festival de Cine se encumbraba como nuevo escaparate. El problema es que el criterio acrítico de la cantidad sigue siendo el predominante, en parte porque el hecho de que se multiplique la oferta garantiza que va a haber medallas para todos. Pero a lo mejor habría que decir que no es oro todo lo que reluce: que hay museos muy buenos y otros que no lo son tanto (y que en los buenos se cuelan a veces propuestas desmerecedoras). Que la oferta de espectáculos es muy mejorable y que lo que el Festival de Cine es capaz de atraer no es lo que un certamen de su envergadura merece. A lo mejor ha llegado el momento de ser más exigentes. Y de pedir menos cultura, incluso, pero mejor. Por la cuenta que nos trae.
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