No soy el único al que le ocurre. Un amigo, que semanalmente acude a las reuniones de turistafóbicos anónimos de Barcelona, me ha confesado que a diario padece lo mismo. El fenómeno de las viviendas de uso turístico ha cambiado los conceptos de comunidad y de convivencia. En muchas ciudades de España la mayoría de los vecinos se han visto invadidos por estos turistas camuflados de viajeros, dispuestos a sentir que compran en el supermercado de la esquina y comen y hacen el amor a la misma hora que lo hacen los nativos de al lado, de arriba o de abajo, sin importarles si entienden por qué lo que siempre ha sido un inmueble común con una paz acordada se está convirtiendo en un resort para pernoctar en negro o en blanco, con bula para el ocio de temporada corta que poco respeta las normas y el descanso nocturno. Hay edificios en los que los vecinos han sido desahuciados de sus casas por los propietarios que finiquitan sus alquileres, en beneficio de esta nueva forma de inquilinato de rentabilidad rápida, y dejando solos a los ancianos vecinos de toda la vida, una isla rodeada de turistas por todos los pisos. Un negocio que incluso favorece la picaresca de que inquilinos en alquiler ofrezcan su vivienda a las páginas empresariales para fines de semana y puentes, sin comunicárselo al propietario.
Las viviendas de uso turístico dominan el mercado. Según un estudio de Exceltur, la patronal del sector, las plazas de apartamentos han superado en un 9,76 % a las de los hoteles en los principales núcleos urbanos. Y la competencia desleal continúa. En Homeaway han pasado de anunciar en tres años 15.000 alojamientos a ofrecer más de 88.000 en España, y más de 1,2 millones en un total de 190 países. Andalucía, encabezada por Málaga con más de 4.500, es una de las comunidades que más ha crecido. Esto sin contabilizar en gran parte las ofertas privadas, aunque algunas están amparadas por Airbnb que ha convenido con la alcaldesa Colau retirar la oferta de los alojamientos ilegales que les notifique el ayuntamiento. El acuerdo requiere que las administraciones de fincas también colaboren en lugar de escurrir el bulto y no responder a las peticiones de la comunidad, responsables igualmente de posicionarse frente a su mayor y desigual gasto en agua, electricidad y mantenimiento. La sospecha y la pega es que en ocasiones son los propios administradores o los vecinos los que hacen negocio y se oponen a la mayoría, amparándose en vacíos legales.
Aún así regularizar fiscalmente la oferta en negro o poner tasas turísticas sólo sirve para que recauden los ayuntamientos, pero no soluciona los verdaderos problemas: que alquilar en España es un 15,9% más caro; que se expulsa de los barrios a sus vecinos habituales en favor de la especulación –no deja de aumentar la compra de edificios enteros para dedicarlos a este uso; cada día se destinan 33 inmuebles al alojamiento turístico-; y que en los centros históricos y en sus barrios de alrededor es casi imposible encontrar un piso de alquiler para vivir.
Nos hemos entregado al turismo acríticamente –como a casi todo en este país-, sin analizar las consecuencias que está creando la masificación. Sólo se piensa en clave fenicia. Un buen ejemplo son los numerosos taxistas malagueños que maldicen en alto si al llegar al aeropuerto o a la estación no se les da como dirección Marbella, Ronda, Antequera y no una carrera urbana. Lo mismo ocurre con los centros históricos cuyo territorio ha sido transformado en escenarios para el consumo de una memoria diseñada para recibir el imaginario cultural y de placer del turista, en detrimento de los significados, sentimientos, espíritu y habitabilidad de la ciudad. Es habitual, además del encarecimiento de los precios de los alquileres, que las fruterías se cambien por tiendas de zumos y batidos naturales y los mercados por parques temáticos de manjares gourmet. Un boom saturado de ofertas gastronómicas, cuyos precios también son más caros cada año, de decorados para las avalanchas y de imparables alquileres.
Hemos peleado durante décadas por el desarrollo y atractivo de Málaga y ahora le entregamos su disfrute al turismo de masas, excluyendo del mismo y del diálogo con sus espacios a los habitantes y a quienes no contribuyen a que otros hagan dinero. Los jóvenes, los profesionales que vienen de fuera a trabajar y los que no pueden comprar una vivienda, se ven obligados a buscarla en las periferias, a una hora de los centros de trabajo y en una ciudad con un deficiente transporte público. Está claro que el fenómeno se ha salido de madre y es necesario y urgente que su alcalde, Francisco de la Torre, busque una política eficaz que ordene, controle y regule el número de alojamientos turísticos, como ha hecho Nueva York donde se prohíbe el alquiler por menos de 30 días.
En otras ciudades se están adoptando medidas. En Málaga su Ayuntamiento deja hacer ni se plantea los males de la turistificación. La vieja gallina de los huevos de oro o de plata es lo que cuenta. La imaginación empresarial y política vuelven a sacarle brillo a la burbuja que estalló: el negocio rápido, la mínima inversión, la posverdad del empleo que se crea, la autoestima de la competitividad y el andamiaje de paisajes y estridentes simbologías, ser Málaga D´Or paraíso de vacaciones, con una pulsera todo incluido
Nada más comprobar que no había ningún turista dentro del piso, descolgué de la pared el viejo azulejo que me regaló mi madre:»Cada uno en su casa y Dios en la de todos». No sé porqué pero me hizo pensar que ese fue el primer eslogan del turismo, y del que hoy invade la intimidad con un rostro desconocido y una llave como la nuestra.
Guillermo Busutil
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