En la entrada de la residencia, una alegre cuadrilla ataviada con trajes blancos, pamelas, sombrillas, cañas de pescar y capazos de picnic se dispone a ir a navegar. Hace un día radiante y se oyen gritos y risas. Él los observa medio escondido detrás de un árbol. De pronto, su novia, Sara, le ve y se dirige hacia él dando brincos, sin mostrar sorpresa alguna por verle convertido en un anciano. Le sonríe con dulzura y le dice que se han acabado las fresas silvestres, que su tía quiere que vaya a buscar a su padre y que va a salir a navegar y se verán más tarde, al otro lado de la isla. Él la mira un poco confundido y le dice que no sabe cómo encontrar a sus padres.
La bella joven se ofrece a ayudarle, le toma con cuidado de la mano (como hacemos con los ancianos, cuyas manos parecen hechas con las mismas ramitas secas que utilizan ciertos pájaros para construir sus nidos) y le acompaña cruzando un prado y una arboleda hasta un pequeño montículo desde donde se divisa la costa. Entonces le señala un punto en particular y se marcha corriendo. Sus padres están sentados al borde del lago, él pesca apaciblemente y ella parece enfrascada en sus cosas. Al sentir la presencia de otra persona, los dos levantan la vista y le saludan con la mano, felices y tranquilos.
Bergman, que lo sabía todo, también sabía que los muertos nunca se despiden de nosotros, los muertos nos saludan.
DOS PERROS
He pasado unos días en la vieja casa familiar de todos mis veranos. Solemos invitar a un montón de amigos, pero por mucho que la llene de gente, siempre parece haber más muertos que vivos opinando, mofándose con benevolencia de mí o de la persona que ocupa sin saberlo un espacio que les pertenecía, o simplemente asomados a la ventana. Hace unos días entraron dos perros en casa exactamente iguales a los que tenía Ana y ella entró detrás y me saludó como hacía siempre, antes de convertirse en una rubia desconocida que me pedía disculpas por la invasión perruna de mi casa. Y unos días antes, en su cuarto, mi madre le había quitado hierro al asunto, a todos los asuntos. Y al pasar por delante de la casa, de regreso a Barcelona, volví a ver Marisa, que murió hace casi 15 años, con sus uñas rojas y su vestido de lunares, acodada en el balcón más alto, saludándome con la mano y fumando.
Solo hay una cosa más poderosa que los muertos amados: los amados vivos.
Milena Busquets
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