Temen muchos la imposición de fronteras geográficas, pero peores aún son las que separan cabezas y corazones
Hace unos días vi una película cuyo estreno en cines me perdí y que sin embargó disfruté un montón. Pride recrea un caso real que generó no poca polémica en el Reino Unido a comienzos de los 80, cuando un grupo que luchaba a favor de los derechos de la comunidad LGTB en Londres se desplazó a un pequeño pueblo de Gales para defender a los mineros, agotados tras meses de huelga contra Margaret Thatcher. Su decisión fue rechazada por no pocos miembros de la misma comunidad y por la mayor parte de los mineros, pero el primer sindicalista que aceptó su apoyo recordó a sus compañeros que uno de los emblemas de la organización minera representaba un apretón de manos. En su opinión, resultaba indiferente de dónde vinieran los que se daban la mano, incluso que fuesen personas contrarias en cuanto a ideología, confesión y hasta posición social. Más aún, aquel apretón tendría más sentido y resultaría más efectivo cuanto más distintos fuesen sus protagonistas. Me gustó esta idea porque explica de manera sencilla y eficaz en qué consiste un pacto: dos que piensan de forma diferente se ponen de acuerdo porque consideran que hay un bien común por el que vale la pena atender a las razones del otro. Si revisamos la historia reciente de España, lo triste es comprobar la rareza del pacto. Su extinción.
Sobre la Transición podemos echar toda la tierra que queramos, pero nadie puede negar que allí más de dos que diferían en cuestiones esenciales se dieron la mano porque había un mal mayor que evitar a toda costa: una nueva guerra civil. Todavía más triste, sin embargo, es la evidencia de que de aquel mismo pacto salió el virus que habría de impedir cualquier otro en un futuro donde los acuerdos no iban a ser menos necesarios. Y me refiero a la legitimación de unos nacionalismos a los que se les concedieron privilegios incomprensibles (que a su vez vulneraron los pactos anteriores) a cambio de una cierta paz social que nunca llegó a darse, por cuanto los mismos nacionalismos jamás ocultaron sus intenciones separatistas. La cuestión nacional atraviesa hoy todas y cada una de las esferas de lo público. La asunción de los dogmas independentistas por parte de la izquierda significa que la solidaridad, la fraternidad, el apretón de manos y la lucha por el bien común tienen límites muy claros: los que imponen la procedencia y el idioma. El mayor fracaso.
Temen muchos la imposición de fronteras geográficas en Cataluña y el País Vasco, pero son peores las otras fronteras, las que el nacionalismo ha plantado entre los corazones y las cabezas. Nada de darse la mano.
Pablo Bujalance
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