NO se lo llevó la corriente de los años. Camarón de la Isla no sólo sobrevivió a si mismo sino al trending topic del olvido. En su historia y en su leyenda, José Monje Cruz mantiene las constantes vitales de lo eterno. Su obra, si hemos de atender al principal patrimonio de un artista, no sólo ha incrementado exponencialmente sus ventas sino que, al pairo de las nuevas tecnologías, ha ido brindándonos la oportunidad de conocer nuevas grabaciones que permanecían inéditas y de mejorar la calidad de las ya existentes. La pátina del paso del tiempo ha ido brindando a Camarón una tesitura mayor que el simple escalofrío de los mitos, esto es, el prestigio creciente de su voz y de su instinto. Lo que nos conduce a la rabia: ¿qué hubiera podido ofrecernos un Camarón más maduro, más sabio y con acceso a las actuales tecnologías de grabación y edición?
Un cuarto de siglo después de su fallecimiento, casi todas las controversias que despertó en vida han ido apagándose, aunque de tarde en tarde reaparezcan insólitos debates contables a los que, sin embargo, nos hemos ido acostumbrando. Sin embargo, ya nadie parece enfrentar a José contra otros dos genios anteriores, Antonio Mairena y Manolo Caracol, un albur recurrente durante buena parte de su vida. Tampoco nadie discute su pureza: en su día, la asociación de defensa de los trilobites y otros restos fósiles, se atrevieron a cuestionar su respeto canónico a la tradición cantaora. ¿Cómo no iba a respetar José lo que tanto amaba, el cante genuino, cuyos matices era capaz de buscar de un extremo a otro de la geografía, desde su humilde casa natal en San Fernando, a la de Antonio Sánchez Pecino en la calle Ilustración de Madrid, el hogar de los Lucía? ¿Del Cádiz de La Perla y del carnaval hasta la Taberna Gitana de Málaga, donde descubrió el metal de Antonio El Chaqueta, o La Línea, donde contraería matrimonio y domicilio? Por no hablar de su itinerancia por cuartos de cabales y por ventas, desde la de Los Pastores a la del Canario. Su oído era un magnetofón. Su memoria, su ADN. Pero su instinto de caballo salvaje -un animal al que tanto amaba- le llevaba a buscar nuevos rumbos, ya fuesen por las calles de Londres o en el Aljarafe, en Le Cirque d'Hiver de París o en el Festival de Montreux.
Hasta ahí su historia y su obra. No obstante, quedaría por hablar de su leyenda, que también sobrevivió al tiempo. La del torero que no llegó a ser, la de las espantás que no lo fueron tanto, la del yonqui que fue capaz de superar la droga como ejemplo para muchos. La del anverso o reverso de la misma moneda de Paco de Lucía.
Hace bien la ciudad de San Fernando a la hora de hacer suya su figura, como si fuera un héroe con su voz en pie de paz que fue capaz de vencer a la belleza, como un marino ilustrado que navegó más allá de los mundos musicales conocidos. Haría bien en hacer otro tanto La Línea, esa otra ciudad que fue tan suya al mismo tiempo: no faltó ni en una ni en otras calles, las voces de quienes no comprendieron que en la mayoría de los casos las letras mayúsculas de la vida no la escriben los grandes patriarcas del poder financiero, los muñidores de tejemanejes políticos o los señores de la guerra, sino la gente humilde, de esa que trabaja en la fragua de su padre o en la mercería de su viuda. Esto es, los de abajo, los que no suelen escribir la historia sino que la padecen. Los que acaban en el desván de la amnesia colectiva en lugar de tocar la gloria de los inmortales. Camarón fue uno de ellos, pero no se durmió nunca. Ninguna corriente pudo arrastrarle a donde él no quisiera haber llegado.
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