La feria cuenta con 7.000 metros cuadrados. / T. M.
Se da la circunstancia de que en esta feria cualquiera que pasara por allí ha podido alquilar un stand a razón de unos 800 euros el módulo. Si hacemos cuentas advertimos que para la organización el negocio resulta redondo. El filtro brilla por su ausencia, y esta significativa falta de criterio más allá de la chequera convierte la mayoría de su contenido en algo totalmente apartado del mercado del arte, lo que a menudo sitúa lo que vemos en los límites de lo soportable y más allá, hundido en el inframundo. Con semejante batiburrillo (algo que por otro lado se da más o menos en todas las ferias de arte) la experiencia del usuario es, digámoslo finamente, bastante irregular. Para que se hagan una idea: imaginen una interminable exposición de Aplama. Si a estas alturas de la vida alguien todavía se pregunta para qué sirve un galerista o un comisario de exposiciones, en Art Fair Málaga encontrará la respuesta.
Comenzamos nuestra visita rodeados de jóvenes emperifollados por una graduación universitaria en el pabellón de al lado y terminamos con el avistamiento de una tuna enorme que clausuró una experiencia sobrecogedora, y que bien podría haber engendrado la banda sonora ideal de nuestro itinerario. Notamos que las obras son en general baratas. Pronto nos damos cuenta de un detalle capaz de arruinar por segundos nuestra vida social y de apurar la dosis admisible de pudor: es imposible reaccionar con libertad ante las obras con las que nos encontramos porque sus autores están ahí, mirándote desde sus minúsculos stands. Puedo asegurar que en algunos momentos nos ha resultado francamente difícil aguantar el tipo ante cierta barbarie de la estética. En algunos pasillos hemos sido capaces de descubrir que existe lo contrario al Síndrome de Stendhal y que se llama el Síndrome de París, y sus síntomas según la Wikipedia son una aguda desilusión, alucinaciones, sentimientos de persecución (la percepción de ser víctima de algún perjuicio, agresión u hostilidad de los demás), despersonalización, ansiedad y algunas manifestaciones psicosomáticas como mareos, taquicardia, aumento de la sudoración y otros síntomas que vamos padeciendo uno a uno durante nuestra inabarcable visita. Entre las mayores decepciones, cada cual más aparatosa, encontramos un servicio de ‘print on demand’ que resulta ser el stand de una copistería y ‘los espacios interactivos de realidad virtual’, que se resumen en un par de gafas de las que todo el mundo conoce cuya imagen de 360º es la de unas señoras pintando en lo que tiene toda la pinta de ser el aula de un instituto de provincias.
Desde retratos de Jennifer López o cuadros de gatitos hasta un Ferrari que tiene pegado el Guernica de Picasso, este trance queda a veces interrumpido gracias a algunas obras salvables y otras que son incluso admirables. Por citar algunos, espacios como el de Lía G., Cristina Céspedes, Rebeca Huerta, Cliché Gallery o Mónica Álvarez Sotomayor, entre pocos más, resultan más que decentes. Al contrario que en la feria Art Marbella, que tiene una ‘zona vip’ que casi ocupa más que el propio espacio expositivo, aquí hay poco espacio para las frivolidades propias del arte contemporáneo. Poca broma. Cuadros y cuadros a palo seco, algunas esculturas entre la artesanía y la decoración de interiores y mucha gente que deambula por allí con la entrada gratis como señuelo de una feria a la que ya no le importa vender entradas porque, como decíamos antes, es un negocio redondo. Después de la visita hay algo muy importante: mirar al infinito, descansar la vista.
Txema Martín
Se da la circunstancia de que en esta feria cualquiera que pasara por allí ha podido alquilar un stand a razón de unos 800 euros el módulo. Si hacemos cuentas advertimos que para la organización el negocio resulta redondo. El filtro brilla por su ausencia, y esta significativa falta de criterio más allá de la chequera convierte la mayoría de su contenido en algo totalmente apartado del mercado del arte, lo que a menudo sitúa lo que vemos en los límites de lo soportable y más allá, hundido en el inframundo. Con semejante batiburrillo (algo que por otro lado se da más o menos en todas las ferias de arte) la experiencia del usuario es, digámoslo finamente, bastante irregular. Para que se hagan una idea: imaginen una interminable exposición de Aplama. Si a estas alturas de la vida alguien todavía se pregunta para qué sirve un galerista o un comisario de exposiciones, en Art Fair Málaga encontrará la respuesta.
Comenzamos nuestra visita rodeados de jóvenes emperifollados por una graduación universitaria en el pabellón de al lado y terminamos con el avistamiento de una tuna enorme que clausuró una experiencia sobrecogedora, y que bien podría haber engendrado la banda sonora ideal de nuestro itinerario. Notamos que las obras son en general baratas. Pronto nos damos cuenta de un detalle capaz de arruinar por segundos nuestra vida social y de apurar la dosis admisible de pudor: es imposible reaccionar con libertad ante las obras con las que nos encontramos porque sus autores están ahí, mirándote desde sus minúsculos stands. Puedo asegurar que en algunos momentos nos ha resultado francamente difícil aguantar el tipo ante cierta barbarie de la estética. En algunos pasillos hemos sido capaces de descubrir que existe lo contrario al Síndrome de Stendhal y que se llama el Síndrome de París, y sus síntomas según la Wikipedia son una aguda desilusión, alucinaciones, sentimientos de persecución (la percepción de ser víctima de algún perjuicio, agresión u hostilidad de los demás), despersonalización, ansiedad y algunas manifestaciones psicosomáticas como mareos, taquicardia, aumento de la sudoración y otros síntomas que vamos padeciendo uno a uno durante nuestra inabarcable visita. Entre las mayores decepciones, cada cual más aparatosa, encontramos un servicio de ‘print on demand’ que resulta ser el stand de una copistería y ‘los espacios interactivos de realidad virtual’, que se resumen en un par de gafas de las que todo el mundo conoce cuya imagen de 360º es la de unas señoras pintando en lo que tiene toda la pinta de ser el aula de un instituto de provincias.
Desde retratos de Jennifer López o cuadros de gatitos hasta un Ferrari que tiene pegado el Guernica de Picasso, este trance queda a veces interrumpido gracias a algunas obras salvables y otras que son incluso admirables. Por citar algunos, espacios como el de Lía G., Cristina Céspedes, Rebeca Huerta, Cliché Gallery o Mónica Álvarez Sotomayor, entre pocos más, resultan más que decentes. Al contrario que en la feria Art Marbella, que tiene una ‘zona vip’ que casi ocupa más que el propio espacio expositivo, aquí hay poco espacio para las frivolidades propias del arte contemporáneo. Poca broma. Cuadros y cuadros a palo seco, algunas esculturas entre la artesanía y la decoración de interiores y mucha gente que deambula por allí con la entrada gratis como señuelo de una feria a la que ya no le importa vender entradas porque, como decíamos antes, es un negocio redondo. Después de la visita hay algo muy importante: mirar al infinito, descansar la vista.
Txema Martín
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