Foto: D. Pérez |
Que Málaga es una ciudad de contrastes hasta extremos insospechados quedó bien demostrado ayer sábado. A la misma hora en que Jesús El Rico se disponía a liberar al preso, en pro de una tradición centenaria que quedó truncada la pasada Semana Santa, la fiesta por el Día del Orgullo Gay en la calle San Juan de Letrán era un jolgorio de banderas multicolores, licores de todos los calibres mezclados en vasos de a litro, arrumacos exentos de prejuicios y toda la marcha que era capaz de imprimir un avezado DJ para mantener al personal en órbita. Muy cerquita (tanto que cabía la sospecha de que las tonalidades más graves del fiestón se filtraran impúdicas, intromisión que finalmente no hubo que lamentar), en el Teatro Cervantes, Dulce Pontes brindó un recital que aspiraba a hacerse íntimo, a modo de refugio frente a las exultaciones callejeras. Y lo consiguió, como siempre, muy a pesar del numeroso público que llenó el recinto hasta el gallinero y de que en su concierto, con el que presentó su último disco, Peregrinaçao, anidaron por igual las invocaciones a la fiesta y los pasajes pródigos al recogimiento. Si en el álbum de estudio Peregrinaçao entraña una celebración de los vínculos culturales atlánticos en lengua portuguesa y en lengua española, en su traducción en directo logra ser mucho más: toda una lección acerca de cómo las músicas populares, tradicionales y folclóricas pueden llegar a ser plenamente contemporáneas, sin parodias vanas ni imposturas pseudoantropológicas. Es decir, si el contraste se da de manera natural en las sociedades, tal y como demostró ayer Málaga a raudales, Dulce Pontes sabe cómo reforzar la unión de los contrarios con la misma naturalidad cristalizada en la música.
Acompañada de una banda de siete músicos que fue creciendo en efectivos conforme avanzaba el concierto, la cantante y compositora de Montijo bordó una nueva exhibición de prodigio vocal, siempre certera en el tono y absolutamente creativa en los desarrollos (sí, Pontes sigue poniendo la siguiente nota donde uno menos se lo espera). Sentada al piano en un primer intervalo a cuarteto, la artista recreó canciones como La bohéme y la elegíaca Seventh sky, mecidas en su característico tempo largo, el mismo de Ondeia, a modo de armazón sólido para la interpretación del repertorio. Se incorporaron posteriormente los demás músicos y la llegada del guitarrista malagueño Daniel Casares, quien brilló con luz propia, multiplicó los efectos. Si en su primera acometida resplandecieron las raíces atlánticas de los tangos flamencos, luego resultó aún más paradójico ver a Casares ahí en Meu amor sem Aranjuez tras haberlo visto interpretando el Concierto de Rodrigo con la Orquesta Filarmónica de Málaga. Por no hablar de la lectura de La leyenda del tiempo sobre el contundente bordón en Mi. Para entonces, quedaba claro lo que esta Peregrinaçao quería decirnos : que todo eso de las naciones, las identidades históricos, los cortijos milenarios y las enseñas territoriales no son más que una patraña. Y nada mejor que la música para demostrarlo. Hablaba Dulce Pontes de una posible hermandad en algún más allá, pero al cantar logró alumbrar esa misma hermandad aquí. Y el Terral fue, de nuevo, un gustazo.
Pablo Bujalance.
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