Por más que Puigdemont quiera hacer de Cataluña una Dinamarca mediterránea, el argumento de la pervivencia de la puñetera leyenda negraespañola en este siglo tiene su límite en la normalidad con que la sociedad, presuntamente atávica y uniceja, respondió al matrimonio homosexual. Hubo quien advirtió de castigos divinos, de turbamultas armadas con hogueras y de misas en desagravio (bueno, creo que de estas sí hubo alguna). Pero no, no pasó nada. Resultó, sorpresa, que aquella España que algunos creían anclada en el mondadientes era suficientemente madura para recibir aquello con la misma normalidad con la que se dejó de fumar en los bares: las voces discrepantes se callaron, las manifestaciones eclesiásticas que pretendían defender la familia tradicional vistiendo el matrimonio gay de amenaza diabólica quedaron donde quedaron y la convicción de que aquella medida constituía un acto de justicia terminó deviniendo en sana costumbre. No sucedió lo mismo en Francia, donde la aprobación vino acompañada de coches quemados y de agresiones en la vía pública. Ni en Alemania, donde se lo han pensado hasta ahora y con lo justo. Imagino que a Puigdemont le encantaría incluir la homofobia rusa en el déficit democrático español. Mala suerte.
Eso sí, sucede que la normalización es siempre una cuestión de matices. La homofobia, sin llegar a los extremos oficialistas rusos, encuentra aún con facilidad los cauces para hacer daño en España. Y cuando se escribe o se habla sobre el Orgullo Gay abundan aquí, todavía, las referencias a algo que hay que aceptar, tolerar y permitir; como si quien se declara homosexual necesitara una autorización moral para salir a la calle. Existe una corriente de opinión favorable a los derechos de los gais pero recelosa de la pluma y el cachondeo con la que muchos celebran el Orgullo. Para defender estos derechos, parece, no hay que ir por ahí con boas multicolores y medio en pelotas. Es decir: vengan mariquitas, pero sin plumas. El problema es que a un gay no se le puede pedir que tenga buen gusto por el hecho de serlo; a veces la gente hace cosas que a otra gente le parecen de mal gusto, pero la democracia consiste precisamente en eso.
El Orgullo también es muchas cosas, entre ellas una fiesta en pro de la visibilidad. En numerosos países del mundo la homosexualidad se sanciona, a veces con la muerte. Y en el nuestro, la clandestinidad es todavía una norma mucho mayor de lo que parece. Así que a lo mejor hay que hacer todavía un poco de ruido, aunque algunos incurran, ay Señor, Señor, en el mal gusto.
Eso sí, sucede que la normalización es siempre una cuestión de matices. La homofobia, sin llegar a los extremos oficialistas rusos, encuentra aún con facilidad los cauces para hacer daño en España. Y cuando se escribe o se habla sobre el Orgullo Gay abundan aquí, todavía, las referencias a algo que hay que aceptar, tolerar y permitir; como si quien se declara homosexual necesitara una autorización moral para salir a la calle. Existe una corriente de opinión favorable a los derechos de los gais pero recelosa de la pluma y el cachondeo con la que muchos celebran el Orgullo. Para defender estos derechos, parece, no hay que ir por ahí con boas multicolores y medio en pelotas. Es decir: vengan mariquitas, pero sin plumas. El problema es que a un gay no se le puede pedir que tenga buen gusto por el hecho de serlo; a veces la gente hace cosas que a otra gente le parecen de mal gusto, pero la democracia consiste precisamente en eso.
El Orgullo también es muchas cosas, entre ellas una fiesta en pro de la visibilidad. En numerosos países del mundo la homosexualidad se sanciona, a veces con la muerte. Y en el nuestro, la clandestinidad es todavía una norma mucho mayor de lo que parece. Así que a lo mejor hay que hacer todavía un poco de ruido, aunque algunos incurran, ay Señor, Señor, en el mal gusto.
Pablo Bujalance
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