Ayer tarde, mientras paseaba por el camino que cruza el Hozgarganta, observé un nutrido grupo de niños -entre los diez y doce años- concentrados en torno a una de las pocas charcas que le quedan al río, refugio de cientos de pececillos a la espera de su inevitable muerte.
¡Ah, en la infancia hay diversiones que no se pierden nunca¡ me dije, suponiendo que aquellos chicos andaban persiguiendo galápagos o ranas.
¡No!... ¡Buscaban Pokemons¡
Efectivamente, cada cual con su teléfono móvil apuntaba hacia el agua, las piedras o los juncos, en busca de esos -para mí- extraños personajes virtuales. A su manera me pusieron al día, y reproduzco literalmente: “Desde Nueva York, el señor que ha inventado este juego, ha sembrado el mundo de Pokemons; están en todas las ciudades, pueblos y aldeas y tenemos que capturarlos. Y con esto gana dos millones de euros al día”. Les respondí: “Sí hombre, y va a venir a soltarlos aquí”. Su respuesta -de todos- fue mostrarme las pantallas con los diversos monstruitos que ya tenían a buen recaudo.
A la vuelta pensaba yo: ¿Un juego basado en la realidad aumentada que nos evade de la realidad-real? ¿Un entretenimiento que nos hace abandonar la comodidad del sofá, andar, observar y recorrer y descubrir nuestro entorno? ¿Una manera de participar al aire libre de manera colectiva y solidaria? ¿Un pasatiempo que pueden compartir padres e hijos?
Y ya en la puerta de mi casa: ¡Vaya, se me olvidó preguntarles cómo se baja la aplicación ¡
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