AL recoger las notas de Irene el otro día en el colegio reparé en lo mucho que ha aprendido este curso. Un segundo de Primaria no es moco de pavo, precisamente. A su edad, por ejemplo, yo no sabía una papa de inglés (por aquel entonces empezábamos en sexto de EGB) ni me había iniciado en el noble arte de la división por una cifra. Pero Irene sí. Y por eso, mientras revisaba las competencias adquiridas, sentí un profundo agradecimiento por todo lo que Irene ha incorporado este año a su particular mochila. Pero este agradecimiento, que conste, no iba dirigido a la Lomce, ni al credo tecnócrata, ni a la posibilidad de que Irene entre a formar parte dentro de unos años de la dichosa economía competitiva de las narices, ni a los preclaros pedagogos de la casta de José Antonio Marina: iba dirigido a sus maestras
. Porque han sido ellas las que durante este curso se han partido el cobre para que Irene sepa hoy lo que no sabía antes, no sólo en cuanto a los contenidos del curriculum, también en relación a otros muchos asuntos, diarios, cotidianos, invisibles, ésos que muchos dan por sabidos pero que en este mundo de replicantes son cada vez menos frecuentes (la cortesía, la generosidad, el hablar a la gente mirándola a la cara, el dar los buenos días cuando se llega a algún sitio, el conceder a cada uno lo suyo, la equidad, el criterio). Irene y sus compañeros han tenido la gran suerte de tener a su servicio a unas profesionales que van mucho más allá de la profesión y que hacen de su oficio una cuestión de humanidad, porque ésta, la humanidad, es la verdadera asignatura pendiente en lo que a nuestro tiempo se refiere. Casi todo lo que se aprende se olvida; pero este equipaje permanece siempre.
Con las notas aún en la mano leí el artículo de mi compañera Cristina Fernández sobre el homenaje rendido al maestro Pepe López después de 36 años de enseñanza en la Palmilla. Reparé en que López hablaba, sobre todo, de amor; y sí, de eso se trata: Montaigne dijo aquello de que educar no es llenar una botella sino encender una luz, pero, más aún, educar es darse. La educación, como el ángel de Blas de Otero, es un fenómeno fieramente humano, que no admite más procedimiento que hacer crecer al otro a través del otro. Por eso, mientras los mercachifles van por ahí sacando tajada de la educación, convirtiendo a los colegios en factorías de mano de obra barata a mayor gloria de leyes educativas favorables a la extinción de la especie, resulta que hay maestros que, en sus aulas, con todo en contra, cuestionados por buitres sin escrúpulos, siguen prendiendo la mecha. Ellos son nuestra esperanza. La única que nos queda.
Pablo Bujalance.
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