El habla andaluza es un instrumento delicioso y desde luego comprensible, pero hay que saber afinarlo bien
No he visto La Peste (lo siento, esto de las series no es lo mío. Mi favorita sigue siendo Ulises 31), pero he asistido con discreto interés a la polémica (digámoslo así; por cierto, a ver si un día estalla una polémica de verdad, algo que vaya un pelín más allá de remover el mismo charco una y otra vez) sobre el acento andaluz de los personajes y la relación entre el mismo y la comprensión de los diálogos por parte de cierto sector del público. Para ser honestos, el asunto me resultaba aburridísimo hasta que entró en acción Susana Díaz: ahí sí que había que ponerse serio. La presidenta no vino a decir más que lo evidente: que en una producción rodada y ambientada en Sevilla, lo lógico es que los personajes hablen con acento andaluz. Cabe apuntar que en la Sevilla del Siglo de Oro la disparidad del espectro oral castellano era abundante, y si bien podía detectarse ya en esa mescolanza una forma del habla andaluza que hoy podríamos reconocer como acento andaluz aún no se había consolidado nada parecido al mismo, pero ésa es otra cuestión (insisto, no he visto la serie, así que no me meteré en ese berenjenal). El quid de todo este rollo es, al cabo, si el acento andaluz de hoy se entiende o no, especialmente de Despeñaperros para arriba. Porque si no se entiende, parece que hay ofensa. Y nada duele más que el honor agraviado.
La tentación de considerar el andaluz una modalidad degradada del habla castellana sigue vigente, muy a pesar de que se haya demostrado justo lo contrario: el habla andaluza es un ejemplo de economía de la pronunciación, lo que al cabo es la norma común en la evolución de las lenguas. Por lo que sé, nadie se ha quejado nunca en Valladolid ni en Huesca del acento andaluz de José Manuel Caballero Bonald (cuya musicalidad evoca al oído un milenario patrimonio de sedimentos) ni de Paco de la Zaranda, al que le basta decir una palabra para sumir al mayor de los teatros en la más profunda conmoción.Ergo, parece que a estos dos se les entiende perfectamente en todas partes. El habla andaluza (o hablas andaluzas) es un instrumento delicioso y bien comprensible, pero hay que saber afinarlo bien. Hablar andaluz no te dota automáticamente de una dicción limpia y cristalina. Eso hay que ganárselo por otros medios. Sobre todo si eres actor y te ganas la vida con ello.
Que el prejuicio existe es innegable. Recuérdense las mofas respecto al acento de ciertos políticos andaluces en boca de ciertos políticos catalanes a los que, por cierto, no se les entiende una higa ni en castellano ni en catalán. Pero lo mejor es hablar bonito. Y, sobre todo, tener algo que decir.
Pablo Bujalance
No he visto La Peste (lo siento, esto de las series no es lo mío. Mi favorita sigue siendo Ulises 31), pero he asistido con discreto interés a la polémica (digámoslo así; por cierto, a ver si un día estalla una polémica de verdad, algo que vaya un pelín más allá de remover el mismo charco una y otra vez) sobre el acento andaluz de los personajes y la relación entre el mismo y la comprensión de los diálogos por parte de cierto sector del público. Para ser honestos, el asunto me resultaba aburridísimo hasta que entró en acción Susana Díaz: ahí sí que había que ponerse serio. La presidenta no vino a decir más que lo evidente: que en una producción rodada y ambientada en Sevilla, lo lógico es que los personajes hablen con acento andaluz. Cabe apuntar que en la Sevilla del Siglo de Oro la disparidad del espectro oral castellano era abundante, y si bien podía detectarse ya en esa mescolanza una forma del habla andaluza que hoy podríamos reconocer como acento andaluz aún no se había consolidado nada parecido al mismo, pero ésa es otra cuestión (insisto, no he visto la serie, así que no me meteré en ese berenjenal). El quid de todo este rollo es, al cabo, si el acento andaluz de hoy se entiende o no, especialmente de Despeñaperros para arriba. Porque si no se entiende, parece que hay ofensa. Y nada duele más que el honor agraviado.
La tentación de considerar el andaluz una modalidad degradada del habla castellana sigue vigente, muy a pesar de que se haya demostrado justo lo contrario: el habla andaluza es un ejemplo de economía de la pronunciación, lo que al cabo es la norma común en la evolución de las lenguas. Por lo que sé, nadie se ha quejado nunca en Valladolid ni en Huesca del acento andaluz de José Manuel Caballero Bonald (cuya musicalidad evoca al oído un milenario patrimonio de sedimentos) ni de Paco de la Zaranda, al que le basta decir una palabra para sumir al mayor de los teatros en la más profunda conmoción.Ergo, parece que a estos dos se les entiende perfectamente en todas partes. El habla andaluza (o hablas andaluzas) es un instrumento delicioso y bien comprensible, pero hay que saber afinarlo bien. Hablar andaluz no te dota automáticamente de una dicción limpia y cristalina. Eso hay que ganárselo por otros medios. Sobre todo si eres actor y te ganas la vida con ello.
Que el prejuicio existe es innegable. Recuérdense las mofas respecto al acento de ciertos políticos andaluces en boca de ciertos políticos catalanes a los que, por cierto, no se les entiende una higa ni en castellano ni en catalán. Pero lo mejor es hablar bonito. Y, sobre todo, tener algo que decir.
Pablo Bujalance
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