José Antonio Frías combinaba el puente con la cubierta del barco. Nunca se desintoxicó del veneno del periodismo puro. Escribir cada semana, deambular por la redacción, oler de antemano la tinta de la noticia y clavar el titular exacto. «De lo que hay que curarse no es del opio, sino de la inteligencia», escribió Jean Cocteau. De modo que Frías no se curó nunca ni del periodismo ni de la inteligencia. Ahora la profesión se lo ha reconocido. La Asociación de la Prensa le ha entragado su medalla de honor. José Antonio la recogió en su silla de ruedas. Porque después de la corbata vino una jubilación prematura y cuando parecía que iba a disfrutar larga y apaciblemente de su huerto, volviendo a la sabiduría de sus orígenes, vino ese relámpago negro, esa conmoción. Al recoger su medalla, José Antonio ha dicho que es para todos los compañeros de SUR. También aquel relámpago nos tocó a todos, no sólo a su familia y a la familia de la redacción, sino a toda la tribu del periodismo, a los que vivieron el día a día en la avenida Doctor Marañón y a todos los que de un modo o de otro estuvimos cerca de él, compartiendo durante décadas la aventura incesante de sacar a la calle un periódico.
Ya se sabe que el de la justicia es un sueño de juventud, un pecado venial que siempre nos será perdonado. Pero qué verdad tan palpable es que este reconocimiento es merecido y justo. Aquel muchacho de familia humilde entró en esta casa para hacer prácticas y acabó dirigiendo el periódico. Redactor, jefe de sección, redactor jefe, subdirector. Once mil periódicos llevando su firma. En un lugar o en otro, en la mancheta o fuera de ella. El veneno, la inteligencia. Y un viejo lema de no recuerdo quién referido a otro maestro del oficio: «El lector ha sido siempre su verdadero patrón». Sí, un periódico es un pulso, y durante diecisiete años Frías marcó el de esta cabecera que, a veces crítica, a veces incómoda, siempre fue el espejo de una ciudad, de un mundo.
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