miércoles, 31 de octubre de 2018
De drones y demonios ...por Pablo Aranda
El lunes se evitó una catástrofe aérea en España pero en un tren londinense no
Es una suerte que el aeropuerto de Málaga esté en Málaga. Tiene dos pistas y un museo de la aviación y una nave cúbica pintada a cuadradazos rojos y blancos donde los bomberos esperan una alarma que ojalá no llegue. Tiene amplios pasillos que cruzan un supermercado de lujo y unas cafeterías con precios astronómicos, lo anormalmente normal en los aeropuertos. Tiene baños con un espejo donde, aunque no quiero, controlo quién se lava las manos y quién no.
El mismo hombre y la misma mujer que me hablan por altavoces en los aeropuertos de Madrid y Barcelona me advierten en el de Málaga que no deje mi equipaje triste y solo y, y a esto iba, tiene decenas de monitores con listas de vuelos, una completa red de destinos y a todos me iría yo este puente largo y terrorífico, cargado de santos y de muertos. La lista de ciudades que asoma de los monitores certifica que el aeropuerto de Málaga, y por ende, Michael, Málaga entera, está bien conectado. Estar bien conectado posibilita que la gente venga y que también se vaya, que se venga un poquito, y eso contribuye al desarrollo de la costa del sol y playa y también cultura que sirve para los turistas y para nosotros mismos. Sevilla también tiene aeropuerto y una ruta que lleva a Toulouse. Para un piloto experimentado es fácil volar a Toulouse pues solo ha de tirar para arriba y al rato llega a Toulouse, una ciudad agradable igual que es agradable Sevilla, ambas con su río. Santiago de Compostela también tiene aeropuerto aunque tantísima gente prefiere llegar caminando a través de senderos que cruzan espléndidos paisajes y una lluvia fina mientras se suda la gota gorda. En Santiago de Compostela se puede tomar un avión que lleve a Palma de Mallorca, con otro señor aeropuerto, playas, una catedral y muchos germano parlantes. Ambas rutas (la que parte de Sevilla y la que parte de Santiago) se cruzan y en el cielo no hay semáforos pero un poco sí. El otro día dos aviones que hacían esas rutas estuvieron a punto de chocar en pleno vuelo. Uno se levanta de su asiento, se dirige al aseo de cola con las palmas de las manos al frente para mantener el equilibrio, como si bailase una canción antigua, cierra la puerta y, al tirar de la cisterna, se acaba todo. Por eso muchos prefieren el tren, que además contamina menos. Esta semana una señora española viajaba en tren hacia Londres y un animal que sabía hablar le dijo que en Inglaterra hay que hablar inglés y se lió a puñetazos con ella. El animal inglés no son los ingleses, pues otro de los pasajeros pulsó el botón de emergencia y otro llamó a la policía, mientras el resto se preocupaba por la señora española. Esto es solo un cuento, real, al que me apetece arrancar una moraleja: si tuviéramos que elegir ¿cuál de las personas del vagón querríamos ser? Es que en la cafetería ¡de la estación! Un hombre comentaba al camarero que a los inmigrantes no hay que ayudarles. Que no hubieran venido.
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