domingo, 21 de octubre de 2018

Melodía de Arrabal .. por Pablo Bujalance


A sólo una manzana de distancia, el frenesí espectacular que ya contamina la calle Carretería se convierte en olvido y silencio Muy a pesar de los apartamientos turísticosLa calle Gigantes se abre como una herida casi invisible en la acera oeste de Carretería. El centro encuentra aquí su particular frontera, como las bambalinas más o menos secretas de un luminoso escenario en las que la magia cede terreno a un realismo primario. El entorno, eso sí, luce ya sus galas de verdadero centro comercial abierto, en plena sintonía con la calle Larios, aunque tal vez en una versión millenial, con cierta distinción metropolitana. En Carretería, salvo la resistencia omnívora del bar Jamón, los locales sirven zumos orgánicos y productos detox junto a las más diversas variedades de panes con semillas y con el aguacate y el queso de cabra como productos estrella. La nostalgia ya extinta por el Gato Negro ha dado paso a todo un muestrario de locales de tatuajes donde los incautos pueden hacerse la ilusión de que nunca olvidarán aquel nombre, aquella imagen, este compromiso. En algunos tramos Carretería parece un aeropuerto, y no sólo por la aséptica superficie lisa que pretende pasar por muralla medieval: los turistas que van de acá para allá con sus equipajes disponen ya de consignas en la misma vía donde pueden dejar tranquilamente sus bultos para irse de paseo. Pero estoy en la calle Gigantes: apenas dejada atrás Carretería, en el cruce de una esquina que casi no es tal, antaño mucho más ostentosa, el trasiego se detiene en un silencio infalible.
A mi derecha, un frutero amable y simpático atiende a una cliente con acento árabe mientras presume de la calidad de sus productos como si estos plátanos fuesen de su familia. Justo al lado, una taberna cofrade (extraño género hostelero donde los haya, aunque, al parecer, de notable éxito: a un tiro de piedra de aquí, en Andrés Pérez, otro establecimiento de la misma cuerda habita el local donde una vez estuvieron La Casa del Perro y sus fabulosos menús semanales) sirve desayunos con la cadencia, precisamente, de un paso procesional. Y es que aquí todo parece ir mucho más lento, como recomendara el adagio que Marco Aurelio ordenó grabar en su escudo de armas:Festina lente (Apresúrate despacio). A mi izquierda se dispone, todavía, el solar que lleva demasiados años a la intemperie. Hay algunos hombres sentados en los portales, ociosos, que teclean sus móviles o simplemente ven pasar el tiempo mientras se rascan las pantorrillas, como en una escena propia de la medina de Tánger. Tengo razones familiares para volver aquí. Donde ahora está el solar, mi tía Trini, que era enferma, tuvo un consultorio en el que me llevé más de un pinchazo a modo de vacuna. Aquí al lado, en la calle Viento, a la que el solar ha conferido una inaudita exposición frente a su tradicional condición de callejón, vivieron mi madre y mis hermanos mientras mi padre trabajó en Alemania. Y descubro, no sin cierta sorpresa, que la única casa antigua que queda en pie en Gigantes es la que perteneció a mi abuela Cecilia: todas las demás han sido sustituidas por bloques de pisos que funcionan, en su mayoría, como privilegiados apartamientos turísticos.



El trazado peatonal ha jugado a favor de la calle. Ya no se amontonan los coches aparcados de cualquier manera y, en general, el ambiente es mucho más respirable. El entorno conserva así su esencia de arrabal, de afuera, de núcleo extramuros, con el río que no es un río (y qué diferencia se dejaría notar también aquí si lo fuera) a un paso. La impresión de ruina y abandono que cundía aquí hace sólo una década es también historia, aunque hay más suciedad amontonada en el suelo de la que cabría desear y esperar. De camino a la Sala María Cristina, ya en la calle Marqués de Valdecañas, de vuelta desde Wad-Ras, comprendo que hay algo que no ha cambiado: la sospecha de que por aquí nunca pasa nadie. De que este paisaje está fuera del tiempo, oculto tras un muro de condena y olvido, tal vez como una reserva para los guiris que prefieren la tranquilidad de estos apartamentos turísticos, muy a pesar de que nos encontramos a sólo una manzana de separación de la fiesta permanente en la que Málaga ha decidido convertir su centro histórico. Parece que el Ayuntamiento va a emprender pronto la reurbanización de la zona, pero ¿cómo darle más vida al arrabal, ay, sin convertirlo en una mera extensión del atrezzo, más aún cuando aquí ya sólo viven turistas? La especulación se frota las manos. Yo me acuerdo de mi abuela, de mi tía y de los pinchazos que me llevé en el culo. Tampoco aquí, en este recodo secuestrado, la memoria tiene sentido.
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