Queríamos un metro porque el mundo cabalgaba, éramos multimillonarios y lo íbamos a ser más. El Metro ya no era el símbolo proletario de quienes acudían bajo tierra a sus humildes trabajos. El Metro era esa modernidad que nos emparentaba con los asesinatos hollywoodienses de Nueva York, con el suburbano de Londres o las enigmáticas y rutilantes metrópolis de la nueva y boyante Asia. Pero justamente por la base de barro del neoliberalismo se rompió el monumento de la riqueza. En Nueva York empezó el resquebrajamiento de la estatua y de pronto nos acordamos de qué era aquello de la humildad, los estrangulamientos económicos y las penurias para llegar a fin de mes o incluso al fin del día.
Antonio Soler
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