El peso que nos ata a nosotros mismos y a nuestro planeta es grande. Piensen si no en la Voyager-1, una nave que despegó en el año de mi nacimiento, 1977, y tardó 37 años en salir del sistema solar. Tan solo le quedan otros 700 siglos para alcanzar la estrella más próxima a la nuestra. 700 siglos parece un espacio de tiempo harto improbable como para que nos importe, pero como especie estamos tan condenados a buscar una salida a este planeta como agotado lo hemos dejado. Pienso a veces en un grupo de hormigas cada vez mayor en una peña sobre el océano en la que hay solo un puñado de plantas. Las hormigas miran hacia la inmensidad del mar y no son capaces de imaginar por qué deberían arrojar una hoja al agua y empezar a nadar, pero ese es por desgracia su destino, aunque una a una prefieran lo -cada vez más- malo conocido que lo bueno que nunca llegarán a conocer individualmente.
Es curioso como son los científicos, que suelen ser ateos o agnósticos, con notables excepciones, los que más creen en una vida futura. Y no hablo de creer en un reclinatorio, sino creer en un laboratorio y poniendo el dinero y la vida para que las hormigas que nacerán dentro de 3000 generaciones sean capaces de alcanzar un nuevo hogar fuera de este.
Este es el caso de Anthony Freeman y Leon Alkalai, de la NASA, que acaban de anunciar el concepto para una misión interestelar, la primera que abordaría la humanidad. La idea es lanzar la misión en 2069, 100 años después de que Neil Armstrong diera el primer gran paso para las hormigas. La idea es desarrollar una nave capaz de viajar al 10% de la velocidad de la luz, con lo que alcanzaría la estrella más cercana, Próxima Centauri, en 40 años. Las primeras fotos llegarían a la Tierra en 2113, cuatro años más tarde. Los ingenieros y científicos que analizasen esas imágenes ni siquiera habrían nacido cuando se lanzó la misión original, lo que supone una gran cantidad de retos tecnológicos (fíjese en la distancia entre nuestra tecnología y la que empleamos en 1969 para llegar a la luna). Pero el mayor reto seguirá siendo el que nos atrevamos a plantar las semillas de un árbol cuyos frutos comerán nuestros nietos.
Esta noche la hemos pasado mirando al cielo, al menos los que no aún no nos hemos olvidado del todo de ser niños. Esperemos que nunca dejemos de hacerlo.
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