La tormenta arreciaba, pero insistí a mis padres hasta que cedieron: teníamos que visitar Isla Negra, el pueblecito costero donde había creado su mundo Neftalí Reyes, mundialmente conocido como Pablo Neruda. No fue fácil el viaje en aquel 'ómnibus' que lentamente besaba los precipicios con el mar bravío al fondo. Aquel septiembre del 76 se celebraban tres años del ascenso al poder de un general traidor, Augusto Pinochet, y los chilenos no hablaban, el miedo todavía los paralizaba, para pronunciar el nombre del 'voltiado' Salvador Allende la gente esperaba a la noche y entonces susurraban; en Santiago habíamos visto cómo los niños desfilaban uniformados, cual pequeños soldaditos, al entrar al colegio, mientras entonaban el himno nacional. Dios, cuánto me recordó esa disciplina a la que me aplicaban en la vecina República Argentina, que, por cierto, recién estrenaba otra Junta aún más eficaz, si cabe, en la higiene criminal que la chilena. Quiero que entiendan lo que para mí supuso conocer Isla Negra. Debajo de aquella extraña casa rugía, paradójicamente, el océano Pacífico, quizá lanzaba sus enormes olas contra las rocas a causa del trágico homicidio de su amigo el poeta, con el que mantuvo un apasionado romance y que moriría el 26 de septiembre del 73, demolido por la masacre de miles de personas en el estadio de fútbol de la capital, entre otros, uno de los suyos: el trovador Víctor Jara.
Cuando 'anclamos' en Isla Negra pululaban santiagueños y turistas extranjeros por el pueblito: intentaban entrar en el refugio onírico de Pablo, aquel barco de piedra suspendido sobre el cielo, lleno de caracolas, una colección estrafalaria de botellas y muebles imposibles, pero resultaba quimérico su acceso, la residencia estaba cerrada a cal y canto por la barbarie de siempre. Entonces, más allá de las infamias de la Historia, comprendí que ahí se erguían la libertad y el amor. Me dije, volveré a Chile y cuando lo haga Isla Negra tendrá sus puertas abiertas y en Santiago los niños no desfilarán como milicos. No obstante, jamás regresé, aunque confieso que hoy, precisamente hoy, regreso al refugio marino del poeta porque -excelente noticia- hoy se inaugura un nuevo espacio para la cultura en nuestra ciudad -calle Álamos, 15-, que su audaz propietario, Antonio Durán, ha bautizado con el evocador nombre de Isla Negra Books et Arts, libros y arte, gracias a la vida, dividido en dos plantas. Planta alta con profusión de exquisitos libros de ocasión y planta baja con libros y documentos antiguos excepcionales, pertenecientes a Juana I, Carlos V, Fernando el Católico, su desdichado hijo Carlos, Enrique II de Castilla, el Gran Capitán -fondo bibliográfico de 5.000 ejemplares-... además de obra gráfica y sofisticada cristalería. Mónica López Cohard, ayudante de lujo de Durán, me cuenta que se tienen previstos múltiples eventos, lograr que «se convierta en una experiencia estética» en medio de una arteria repleta de bares. No podía llamarse de otra forma. Y ya por fin volveré a Isla Negra, aunque sea a la de calle Álamos. Les deseo mucha suerte.
Alfredo Tajan
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