lunes, 8 de octubre de 2018

Una Pared Blanca ... por Juan Gaitán



En mi ciudad, en la ciudad violeta de los días azules, la ciudad que miro desde mi ventana y se parece lejanamente a la ciudad donde nací (lleva el mismo nombre, Málaga, y está en el mismo sitio, pero es siempre otra, le gusta hacerse y deshacerse a sí misma, constantemente, porque tiene la sangre de arena), hay una pared blanca. El blanco, según las culturas, representa el dolor lo mismo que el negro, y ahora, en esta pared, representa la vergüenza, la ruindad, la estupidez que produce el adoctrinamiento.

Llevo más de media vida diciendo en estos papeles volanderos que creer es lo contrario de pensar, que toda ideología es, por definición, contraria a la idea, siendo esta, la idea, la manifestación del libre pensamiento, lo más sagrado del ser humano, si algo sagrado hubo alguna vez en él.



En esa pared blanca existió durante un breve periodo, «lo que viven las violetas» (que es el más doloroso epitafio del mundo y se encuentra, precisamente, en la tumba de una niña en Málaga), una obra de arte, una recreación de la famosa fotografía de Robert Doisneau «El beso», a la que acompañaba un verso de Vicente Aleixandre: «La memoria del hombre está en sus besos».

Pero a alguien le molestó que la cita no fuese acorde a los tiempos del lenguaje duplicado y escribió debajo, con toda la brutal carga de la intransigencia: «y la memoria de las mujeres ¿dónde está?», para rematar con el insulto «Machirulo».

Y el autor del mural, Ángel Idígoras, uno de esos seres humanos que es necesario admirar y querer, por no doler, por no molestar, pero acaso un poco dolido y un poco molesto, decidió eliminar su obra y dejar en blanco la pared, como quien pide paz alzando una bandera.

Y ahora esa pared blanca está ahí, «sola en mitad de la tierra», que hubiera dicho Pedro Garfias, para que nos acordemos de que son tiempos de censura, de insulto canalla escondido en la sombra, en el anonimato, de cazas de brujas. Que bajo la piel de cordero de los biempensantes, de los fieles, de los extremistas de cualquier creencia, siempre se esconde el lobo de la intransigencia, del insulto, de la agresión en nombre de «lo correcto».



Ahora mi ciudad, la ciudad donde escribo y a la que tanto escribo, tiene una pared blanca que ya no es un lienzo, una invitación al arte, sino un silencio, un profundo y resonante silencio que es tantas veces la única respuesta posible contra el fanatismo, contra la ceguera, contra la arremetida irracional de quien, en vez de pensar, embiste.

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