jueves, 23 de mayo de 2019

CARTA A UN AMIGO CATALÁN ... por Federico Soriguer

Estas tribunas, que al amparo de la hospitalidad de SUR vengo escribiendo desde los años setenta del pasado siglo, las comparto también por las redes con amigos y conocidos de fuera de Málaga. El contenido de algunas ha sido sobre la cuestión catalana. Las respuestas de los destinatarios de Cataluña han sido muy variadas. Unos me lo han agradecido, mostrando su desánimo por lo que está ocurriendo y por lo que les está a ellos ocurriendo. Otros, indignados, simplemente me han pedido que los borre de mi directorio. Alguno, en fin, todavía contesta. «Es que no nos comprendes, Federico», dijo el último antes de pedir que no le volviera a enviar ninguna. Y es aquí donde reside el problema. Porque lleva mi ex amigo toda la razón. No le entiendo. A la mayoría de los destinatarios catalanes les conozco desde hace muchos años, hemos compartido proyectos e iniciativas y, en mi caso, he apoyado su liderazgo científico y profesional cuando ha venido al caso. También a la inversa. Era difícil ver en ellos la imagen de un marginado social y político, de un excluido profesional. La verdad es que me engañaron durante muchos años.

Cuánto sufrimiento debieron de arrastrar mientras lideraban proyectos españoles, presidían sociedades científicas españolas y eran alabados y apreciados por colegas españoles. Ellos, que no querían ser españoles. Que solo querían ser catalanes. Que solo querían que les dejáramos en paz. Pero ahora todo es distinto. Ahora ya no tienen que disimular. Ahora ya tienen en el rictus amargo del señor Torra la cara doliente de una Cataluña oprimida por la democracia española. Ahora creen que ha llegado la hora de su liberación.

No, no los entiendo y ese es el problema. No entiendo que personas que durante tantos años han disfrutado de la amistad y del concierto de tanta gente del resto del país vivan ahora tan dramáticamente la coexistencia como para poner a prueba la paz social. No, no entiendo que personas tan cosmopolitas esgriman unos derechos históricos (sic) y un derecho de autodeterminación que ni la ONU ni nadie reconoce, como si hubiesen vivido en un estado de ocupación, en una colonia oprimida y esquilmada dentro del imperio español. No, no entiendo cómo pueden esgrimir la identidad como última ratio. ¿Qué identidad? La identidad es un argumento prepolítico. No. No parecen haber leído al malagueño Manuel Arias Maldonado y su 'Democracia sentimental'. Aunque en los textos de Pujol y de Torra encontremos citas al respecto, ninguno de mis amigos ilustrados se atrevería hoy a hablar de identidad basada en razones étnicas, pero no tienen pudor ninguno en hablar de una identidad catalana, singular, diferente, única.

¿Cuál es la diferencia? No hay una Cataluña sino muchas y al igual que ocurre con los genes ('identidad' étnica) la variabilidad dentro de Cataluña es mayor que la variabilidad que puede haber entre las diferentes comunidades que conforman España ('identidad' social). Mal que les pese. Pero sin la cuestión de la identidad no hay caso. Sin identidad no hay diferencia. Y este es, de todos, el más perverso de los argumentos.

¿En qué son diferentes los catalanes? Naturalmente mis ilustrados amigos no pueden admitir que solo desde una idea supremacista se puede esgrimir la diferencia como un derecho político. Porque, ¿cómo se mide esa diferencia? Somos diferentes y por tanto exigimos que esta diferencia se transforme en un derecho político. Pero el tiempo no ha pasado en balde. El Estado español resiste con una fortaleza que no supieron valorar los independentistas. El victimismo que tantos éxitos les ha proporcionado al cabo del tiempo se convierte en una parodia. Las comparaciones con Gandhi, Mandela o Martin Luther King, a fuerza de repetirlas ridiculizan a quienes las usan. El zancadilleo para desprestigiar a la democracia española choca una y otra vez con el apoyo internacional a la justicia (incluso para quitarle la razón, como ocurre en los estados democráticos dentro de la UE, donde hay contrarregulación de poderes). Agotados todos los recursos solo queda la apelación continua a las emociones. Una democracia sentimental a la catalana, un sentimentalismo tóxico (T. Dalrymple) en el que las continuas llamadas al pueblo comienzan a recordar a esa rebelión contra el racionalismo que en Alemania en nombre del 'wolk' (pueblo alemán) promovía el retorno a una visión romántica del pasado.

Para desgracia de los líderes independentistas el tiempo no ha pasado en balde. No pueden borrar varios cientos de años de vida en común dentro de esta estructura política que sigue llamándose España y, hoy, además, Unión Europea. Ni pueden evitar que Europa se haya embarcado en la mayor revolución política de la historia moderna. Para desgracia de los líderes independentistas, somos muchos los españoles que consideramos a Cataluña como una parte también de nuestra geografía sentimental, política, científica, social, familiar, económica. No sé por qué se ofenden por ello. Lo deberían considerar como una muestra de apego, no de opresión. Si algún día los independentistas con el apoyo de esos demócratas pusilánimes que se han pasado al independentismo en horas 24, consiguieran alcanzar una mayoría tan aplastante que hiciera inevitable la independencia, somos muchos los españoles que iremos allí, como en los divorcios mal avenidos, a reclamar 'el rosario de la madre... y todo lo demás'. Los ingleses lo están ahora descubriendo estupefactos. La independencia no es gratis.

Pero mientras tanto, el daño que los independentistas catalanes están haciendo a este país es enorme y no es el menor el de la resurrección de un nacionalismo español primario y de opereta que algunos creíamos desaparecido. Desgraciadamente esta carta no va a convencer, si llegaran a leerla, a ninguno de mis antiguos amigos. Pero puede ser de ayuda a aquellos catalanes que en centros de trabajo y de investigación, en los hospitales, en la universidad, en las fábricas, permanecen en silencio ante una marea que contra toda lógica democrática goza del apoyo de unas instituciones públicas que deberían representar a todos los ciudadanos.

Federico Soriguer

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