Esta columna no trata sobre ese bar de la calle Císter que ha quitado tanta hambre a los malagueños gracias a su menú del día por menos de 9 euros, sino del último bochorno que ha protagonizado nuestro país en Eurovisión. Ha sido justo este año en el que el gran festival de la canción ha reivindicado el triunfo de la sencillez mediante la victoria de una canción preciosa, la que representaba a Portugal, que no ha necesitado purpurina, grandes efectos ni pegajosos estribillos en inglés para resultar ganadora. Eurovisión ha dado una bofetada sin manos a aquellos ‘haters’ que no sólo piensan que el certamen en sí es una horterada, algo en lo que están en su completo derecho de opinar, sino que hacen propia esta corriente generalizada de esnobismo cultural criticando también a todos los que siguen Eurovisión, es decir, tachando de catetos o de poseedores de mal gusto a más de 200 millones de personas de todo el mundo.
Este año Europa ha dado un puñetazo en la mesa para calmar a todos los pesimistas que sospechaban que ‘Amar pelos Dois’ era una canción «demasiado buena» para ganar Eurovisión. La victoria de Salvador Sobral supone un golpe de ánimo para todo el continente, un subidón más potente que el mero alivio que ha significado la derrota de Le Pen en las elecciones francesas.
Y mientras pasan estas cosas tan bonitas, España hace uno de los mayores ridículos en Eurovisión. Otra vez. Las casas de apuestas no acertaron con el ganador al posicionar a Italia pero sí que tuvieron razón con nosotros: la presunción de la catástrofe eurovisiva ha resultado abrumadora. Nuestra canción no tenía ni pies ni cabeza. El rollo surfero y la puesta en escena resultaron insoportables. Tenemos que dar las gracias a esa nota desafinada porque es lo único que hará memorable esta humillante actuación; el gallo, visto como el clímax de una tragedia que venía introducida por un sistema de selección tachado de indecente y que llegó a ser debatido en el Congreso de los Diputados.
En la madrugada del sábado, cuando todavía estábamos celebrando la victoria de Portugal como si fuera la nuestra, nos llegó un vídeo de Lola Flores hablando sobre Eurovisión. Era 1984 y España, igual que ahora, había vuelto a quedar la última. La receta de la matriarca de los Flores para ganar el festival era sencilla pero inteligente. Se trata de llevar al concurso una canción española cantada por un intérprete que «cante bonito y tenga temperamento», y no a cuatro o cinco modelitos con un tema que podría llevar cualquier otro país además del nuestro. A La Faraona seguramente le habría horrorizado la canción que interpretó Manel Navarro, el efímero, y que ha conseguido reunir a todo un país en torno a la vergüenza. Ya está bien de que vivamos siempre acomplejados por nuestra cultura. El año que viene, llevemos algo que de verdad nos represente y, si hacemos el ridículo, que sea con algo nuestro.
Txema Martín
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